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Cómo mi primera novia me ayudó a crear un Pulitzer

William Finnegan fue el primero en escribir sobre Obama. Ahora ha recurrido a sus exrelaciones para ganar el premio que todo escritor desea

William Finnegan posa para ICON en el hotel de Barcelona en el que tuvo lugar esta entrevista.
William Finnegan posa para ICON en el hotel de Barcelona en el que tuvo lugar esta entrevista.Pep Escoda

La literatura sobre el surf es escasa y básicamente mala por un motivo muy sencillo. En un diagrama de Venn, el lugar donde se cruza el conjunto “escritores talentosos” con el conjunto “personas que surfean y entienden el surf” es diminuto. Así que cuando William Finnegan, cronista político de The New Yorker, se decidió a redactar unas memorias de su relación con el mar, prácticamente venía a quedarse con una ola virgen.

“Varios grandes escritores lo intentaron. Mark Twain pasó un día en Waikiki, Jack London también. Tom Wolfe ni siquiera se metió en el agua. Escribió un artículo muy malo, La banda de la casa de la bomba, que se ha convertido en una broma entre surfistas”, repasa Finnegan, que ha ganado el Pulitzer de biografía en 2016 con Años salvajes (Libros del Asteroide), su relato de una vida que le ha llevado a Hawái, Sudáfrica, Etiopía, Madeira y, ahora, a ser un señor de 64 años que consulta webcams para saber cuándo tiene que escaparse de Manhattan a Montauk y someterse a varias horas de atasco y a un frío subhumano a cambio de unos buenos minutos de surf antes de volver a trabajar.

Finnegan fue el primer periodista de un medio importante en entrevistar a Obama: "Le pillé fumando en el lavabo de un McDonald’s", cuenta del expresidente

Para escribir el libro, tuvo que hacer el ejercicio nada fácil de investigarse a sí mismo. “Tus mejores historias las has contado tantas veces que se han ido puliendo y ya no queda ningún hecho puro”, admite. Así que primero hizo tarea de “archivo y documentación”. Su amigo de la infancia, Dominic, encontró un fajo de cartas que Finnegan le escribía casi a diario cuando era un preadolescente y su familia se mudó de California a Hawái. Allí le hablaba de olas y de chicas y, un poco menos, de las sutiles divisiones raciales que aborda ahora en el libro.

Después de la investigación le tocó pasar a la comprobación de datos. Llamar, por ejemplo, a su primera novia, Karen, que le siguió cuando dejó colgada la universidad para poder surfear todos los días. En el libro, narra una escena en la que Karen se reencuentra con su padre, que había abandonado a su familia para ponerse ciego de ácido y perseguir la utopía hippy. Finnegan recordaba el momento con total precisión. O eso creía. Pero, según Karen, ni siquiera estuvo allí. Tuvieron que hilar una negociación, una de tantas. “Con cada episodio debes preguntarte: ‘¿Quién tiene derecho a esta historia?’. Toda tu vida sucede off the record y cuando escribes tus memorias te estás concediendo el derecho a hablar de toda la gente a la que has querido”. En el libro queda como un gran tipo pero un pésimo novio, le decimos. “¡Exacto! Gracias. Eso es lo que pensé. Me vi como alguien muy poco razonable en mi relación con las mujeres”.

Finnegan también fue el primer periodista de un gran medio en entrevistar a Barack Obama cuando no era aún ni senador por Illinois. Quedó “fascinado” por él y cuando entregó el texto a su editor, este le dijo que había escrito “una mamada” y le preguntó si no tenía nada malo que escribir sobre él. “Le pillé fumando en el lavabo de un McDonald’s, pero eso no pienso escribirlo’, le contesté”. Tampoco incluyó lo que le decían varias fuentes, que aquel tipo llegaría a ser el primer presidente negro. ¿Por qué no lo hizo?, ¿le pareció cursi, facilón? “No, pero le hubiera dado mala suerte a Obama, malas vibraciones”.

“Tus mejores historias las has contado tantas veces que se han ido puliendo y ya no queda ningún hecho puro”, admite

Finnegan habla de la situación que vive su país, con Donald Trump como presidente: “Tenemos que investigar más a fondo que nunca, aunque sea para compilar un relato riguroso de este periodo. Además, hay zonas del mundo a las que esto no les afecta y tenemos que ocuparnos de eso también”.

El martes de las elecciones surfeó en Montauk, antes de ir a votar por Hillary Clinton. El miércoles no. “Pasé esas 24 horas manteniendo conversaciones con colegas y familiares que tenían el corazón roto, incluida mi hija Mollie, de 15 años”. Mollie, se intuye, es la razón por la que sus días dejaron de ser salvajes. ¿Le ha enseñado a surfear? “Oh, Dios, no, confío en que no se aficione. No quiero que vaya por ahí rodeada de surferos”.

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