Adiós
En el entierro de Ricardo Piglia no hubo fastos, ni discursos, ni funcionarios públicos. Había, en esa prescindencia, una honestidad fuerte, valiosa
El escritor argentino Luis Gusmán es un hombre muy alto. Iba vestido de negro y yo pensé algo completamente irrelevante: que, bajo ese sol temible de mediodía, debía tener mucho calor. Cuando el sepulturero preguntó si alguien quería despedirse, Gusmán se acercó con paso discreto a la tumba todavía abierta y dijo algunas cosas. Yo sólo recuerdo una frase: “Adiós al amigo”. Aunque escuché atentamente y puedo decir que estuve ahí, en el cementerio de la Chacarita, en Buenos Aires, el sábado 7 de enero de 2017 a la una del mediodía, en el entierro de Ricardo Piglia, no recuerdo nada más. La pena me hizo olvidarlo. Todo fue breve, humilde. Los sepultureros echaron tierra sobre el ataúd —que tenía una placa con su nombre, Ricardo Emilio Piglia, y la fecha de su muerte: 6 de enero de 2017— y, una vez terminada la faena, uno de ellos, de pie sobre el túmulo, anunció —con el tono desaprensivo de quien repite lo mismo diez veces por día— que el personal de la empresa fúnebre entregaría a los familiares una tarjeta con el número y la ubicación de la tumba, y que al día siguiente pondrían una cruz de madera. Alguien, después, dejó unas flores. Al lado había una sepultura con el nombre de un tal Abel. No fue ni mejor ni peor que si lo hubieran puesto en una bóveda de mármol negro y acero reluciente. Fue igual de triste. Nadie se movió durante un rato largo. Lloraban casi todos. No hubo fastos, ni discursos, ni funcionarios públicos. Había, en esa prescindencia, una honestidad fuerte, valiosa. Apenas llegué a casa, abrí mi computadora y busqué un correo. El 9 de abril de 2015 le había escrito a Piglia para contarle que, al fin, estaba empezando a trabajar en algo complejo, algo en lo que él me había alentado mucho. Me respondió tres días después. La última línea de su mensaje decía: “Ojalá mi entusiasmo te ayude en los días difíciles”.
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