Noche de Reyes
Después venía la merendola, la chocolatada, los nervios, los juguetes, el carbón, la ilusión, los chascos
Hoy estoy de merengue: quien a estas alturas de las pascuas no tenga glucemia galopante, que arroje el primer polvorón al hereje. Pero no hablaba de esa blandura, que también, el lunes vuelvo al gimnasio, sino de la del alma. Hace lustros que me falta, pero aún estoy viendo a mi padre tal noche como esta haciéndole la autopsia a un jamón de batalla como si fuera 100% bellota, silbando bajito por Tom Jones —It’s not unusual— como si fuera del propio Gales y dándome a catar la primera lasca como si fuera el cuerpo de Cristo. Mi madre acaparaba el otro banco de la cocina en ele con sus caderas de paridora nata y desleía en un perolo de rancho dos tabletas de chocolate en cuatro litros de leche ante la mirada hipnotizada de mi hermano, que asistía al prodigio como quien asiste al milagro de la conversión del agua en vino. La abuela de turno, o las dos, si se alineaban los astros y coincidían las consuegras viudas pasando el invierno con yerno y nuera, sellaban empanadillas festoneando el hojaldre sobre la mesa enharinada con un tenedor de postre, sus reales atornillados a sendos taburetes. A última hora, a mantel puesto, llegaba de la cabalgata el tío soltero —siempre había uno— con los dos pequeños de la mano y un roscón de a kilo oliendo a lo que deben de oler las nubes preñadas de agua de mayo.
Después venía la merendola, la chocolatada, los nervios, los juguetes, el carbón, la ilusión, los chascos. Esta noche todo será igual, pero nada es lo mismo. Por inteligentísimo que sea el móvil que le he pedido a los Magos, jamás podrá reanimar esos números de mi agenda que aún marco de memoria cuando no hallo entre los vivos a nadie cuyo solo aliento al otro lado me haga sentir en casa. Henos aquí otro año sin que nos haya caído ni un triste reintegro. Consolémosnos con que cada noche de Reyes nos toque el Gordo de tener vivos a quienes amamos. Lo demás tiene remedio.
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