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Tribuna
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La reforma de la Constitución

Los partidos proclaman su necesidad de un cambio sin ofrecer la mínima concreción

El rey Juan Carlos firma la Constitución en el Congreso.
El rey Juan Carlos firma la Constitución en el Congreso.Marisa Flórez

Decía Séneca que “no hay viento bueno para quien no sabe dónde va”.

Resulta preocupante observar cómo parece instalarse en una parte de la opinión pública la idea de que la Constitución Española de 1978 está vieja y desfasada y por ello hay que reformarla sí o sí, como si de un dogma se tratase, que no admite discusión.

Por motivos de edad yo no pude votarla, pero ello no me impide señalar con gran entusiasmo y orgullo que la Constitución de 1978 es uno de los mayores y mejores éxitos colectivos, si no el que más, que ha producido el pueblo español. Después de siglo y medio de luchas fratricidas entre compatriotas, de sucesivas Constituciones, de una Guerra Civil y de una dictadura, los políticos de la Transición tuvieron la altura de miras, la generosidad y la concordia de aprobar una Constitución para todos, sin excluir a nadie.

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Algunos partidos políticos proclaman su necesidad de reforma, sin ofrecer un mínimo de concreción que exigiría la pedagogía política tan necesaria en momentos de incertidumbre. Veamos ejemplos del actual estado de confusión en el que nos hallamos inmersos.

El PP no llevó en su programa electoral la reforma de la Constitución, si bien acepta la posibilidad de su modificación, previo consenso con los principales partidos políticos.

El PSOE propone transformar el actual Estado autonómico en un Estado federal, como si cambiar el nombre de las cosas fuera a determinar su éxito o fracaso, máxime cuando muchos expertos sostienen que España, de facto, ya es un Estado federal. Igualmente, propone la transformación de los principios rectores de la política social en derechos fundamentales, sin indicar cuáles: ¿todos? ¿Una parte? y, en tal caso, ¿cuáles? Convendría recordar que la anhelada Dinamarca ha construido su Estado de bienestar sobre leyes ordinarias, sin remisión relevante en su Constitución.

Vivimos momentos en los que la retórica y la comunicación, tan necesarias en política, han reducida a esta última a su mínima expresión

Desconozco qué poder mágico puede tener un texto constitucional para garantizar los derechos sociales, salvo que pensemos que el dinero brotará inmediatamente de las páginas de la nueva Constitución, reeditando el milagro de los peces y los panes.

Ciudadanos propone los siguientes cambios, entre otros: a) supresión de los aforamientos; b) supresión de las diputaciones provinciales, y c) limitación a ocho años el mandato del presidente del Gobierno. De Podemos no indico nada, porque ni está ni se le espera, salvo para armar ruido y protesta. Respecto a los partidos nacionalistas, es triste decir que su único eje de política se ha reducido a la independencia sí o sí.

El Consejo de Estado, en un amplio y prolijo dictamen de 2006, recogió como principales propuestas de reforma constitucional: a) la prevalencia del varón en la sucesión de la Corona; b) recoger la integración europea; c) la reforma del Senado, y d) incluir los nombres de las autonomías.

No niego que algunas reformas sean necesarias. Ahora bien, dudo que ello contribuya a hacer frente a los grandes desafíos que tiene planteados España, en un mundo globalizado, para generar empleo de calidad, garantizar las pensiones, la sostenibilidad del Estado del bienestar, el cambio climático, el impacto de las nuevas tecnologías, la inmigración, el terrorismo internacional, etcétera.

Vivimos momentos en los que la retórica y la comunicación, tan necesarias en política, han reducido esta última a su mínima expresión. Soy un convencido de las reformas (medio) como instrumento transformador de la sociedad (fin). Ahora bien, el argumento-eslogan de la “reforma por la reforma” supone confundir los medios con los fines, y la historia ha demostrado que nunca trae buenos resultados.

Como ciudadano comprometido con la cosa pública, ruego se ofrezcan razones de peso, sólidas y fundamentadas, no simples argumentos retóricos, para introducirnos en un proceso de discusión pública de gran envergadura y futuro incierto, porque no es descartable, como ha demostrado el fracasado referéndum de Italia, que se acabe discutiendo de todo, salvo de la propia reforma de la Constitución.

Y que, mientras tanto, el vagón que nos permita adaptarnos con éxito a la globalización , el auténtico reto, pase delante de nuestros ojos y lo perdamos, entretenidos en debates grandilocuentes, sonoros, pero poco productivos, del tipo monarquía-república, autonómico-federal… Por eso quiero volver a recordar la frase de Séneca: “No hay viento bueno para quien no sabe dónde va”.

José Antonio Blanco Oliva es funcionario de la Escala Técnica de Gestión de Organismos Autónomos de la Administración General del Estado.

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