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MIRADOR
Columna
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‘La cocina’

Reconsiderar nuestras vidas fue siempre el objetivo último del teatro

Julio Llamazares
Un momento de la representación de la obra "La cocina".
Un momento de la representación de la obra "La cocina".MarcosGpunto

En medio de tanto glamour, de tanta afectación, de tanta tontería acumulada en todos estos años de vanguardismo gastronómico, espumas de foie y de humo y helados de ozono que se lleva el viento, la representación de la obra La cocina, del británico Arnold Wesker, en el teatro Valle-Inclán de Madrid supone un golpe de realidad. Ver a 26 actores cocinar, pelearse y amarse a la vez en la macrococina de un restaurante que sirve comidas y cenas para 1.500 personas cada día supone para el espectador asomarse a los intestinos de una sociedad de la que esa cocina es metáfora como lo podrían ser una oficina o una fábrica, como en la propia obra se dice más de una vez. Independientemente de la interpretación de los actores, que están soberbios sin excepción, del gran montaje y dirección de Sergio Peris-Mencheta (no es fácil coordinar a 26 personas que van y vienen sin cesar atendiendo a las mil comandas en medio de unas cocinas llenas de mesas y cacerolas sin que tropiecen unos con otros), lo que La cocina traslada al espectador que se asoma a ella es la alienación de un mundo que ocultamos normalmente tras la pantalla de la hipocresía. Detrás de tanto glamour, de tanta vanguardia y afectación gastronómica y cultural como hemos creado para aparentar que somos lo que no somos, lo que persiste en el mundo es la alienación de la gente que hace posible que continúe girando y nosotros con él.

Nada nuevo bajo el sol, como se ve, pero que contemplado así, en toda su crudeza y dicho con las palabras que Arnold Wesker, un dramaturgo cuya visión de la realidad es desoladora, pone en boca de sus personajes, debería hacernos reconsiderar nuestras vidas, que siempre fue el objetivo último del teatro pero que a veces se les olvida a sus creadores. Esa cocina multirracial propiedad de un italiano avaro que en el Londres de 1955, recién superada la II Guerra Mundial, bulle con toda su fuerza no solo es una representación del mundo sino que escenifica los cambios que está experimentando en ese momento; unos cambios que trastocan todo lo establecido como dogma y que anuncian una transformación imparable. Aunque en lo sustancial, en lo que se refiere a las relaciones de unas personas con otras, a sus pasiones y sus sentimientos (de soledad, de amor, de alegría, de tristeza…), a sus sueños de felicidad, nada cambie realmente y todos sigan siendo los de siempre, esos hombres y mujeres alienados e invisibles que se levantan todos los días para trabajar a cambio de unos salarios que les permitan seguir viviendo mientras otros se enriquecen y disfrutan. O sea, usted y yo.

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