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José Luis Gómez: “Tengo miedo de desaparecer”

Juan Cruz

JOSÉ LUIS Gómez (Huelva, 1940), este hombre reconcentrado, entretenido hasta la extenuación con la búsqueda del alma humana en sus personajes, ha sido Pascual Duarte, Kafka, Cernuda, Azaña y podría ser Cristo o la madre de Cristo. Ahora ha sido, simultáneamente, Miguel de Unamuno (en la película de Manuel Menchón recientemente estrenada) y la Celestina, el personaje de Fernando de Rojas que tanto se parece al alma (mala) de España. Todos esos papeles forman parte de su mirada, de sus dudas, que son innumerables, y de su manera de ser, que se crio junto al mar, y se recrió en Alemania, para dolor de su padre, que lo quería hotelero, y en Madrid, donde ha sido, además de actor, creador de uno de los experimentos más importantes de la cultura del teatro, al frente de La Abadía. Es académico de la Lengua. Fue, también, director del Centro Dramático Nacional, con Núria Espert y Ramón Tamayo, del Teatro Español, trabajó en grandes teatros extranjeros, en Nueva York, en París… Cuando hablamos está en el camerino del Teatre Nacional de Catalunya, donde iba a vestirse de Celestina. Si se pudiera contar diríamos que, en esa espera y durante la conversación, no dejó de fumar sus cigarros cortados, como para engañar al pulmón. Es onubense, cada vez más, y ahora también es cada vez más su propio padre. Aquí cuenta José Luis Gómez cómo es su propio personaje, José Luis Gómez García.

¿Cómo lo ha moldeado el teatro humanamente? ¿Cómo se pasa de un personaje a otro y se sigue siendo José Luis Gómez García? El trabajo del ser humano consigo mismo es lograr ser uno. Desgraciadamente, y con mayor frecuencia de la deseable, somos varios al mismo tiempo, no estamos unificados, estamos movidos por una tendencia, por otra y por otra, aparece un rostro, otro rostro y luego otro. Esa es la realidad cotidiana de todos nosotros. El trabajo sería unificarse, ser uno.

¿Y eso cómo se hace? Teniendo conciencia de sí, del presente, de tu cuerpo, de la energía que te habita. Conciencia de cada palabra que emites.

Así que ahí arriba están usted y el actor. En el trabajo de verdad el actor tiene que estar detrás de cada palabra que emite, tiene que estar todo él detrás. Esto es una tarea complicada. Sin embargo, en estos 25 años todo se ha ido sintetizando (hablar, respirar, los músculos, la atención disponible, la memoria) hasta un estado óptimo de presencia. Estar permeable, activado, con una atención exquisita. Que ningún pensamiento te quite, te lleve o penetre en lo que estás haciendo.

Pero eso es necesario en cualquier oficio… Eso es ser humano, el estado ideal de un ser humano. No estás en el pasado, el futuro ya se sabe que no existe. Esta conciencia ha ido aumentando en estos 25 años, a trancas y barrancas, con mucho tropezón. Ahora doy gracias a que por lo menos estoy en el camino.

¿Y cómo lo han ido modelando los personajes? El primero fue Arlequino, servidor de dos patrones, de Carlo Goldoni. Tenía 23, 24 años… Algo muy hermoso en esta profesión es que necesitas estar activado. Si quieres ejercer el oficio hasta la edad más avanzada posible, tienes que hacer un determinado trabajo que redunde en tu salud. Pero el enriquecimiento mayor viene por tratar con unos textos tan decantados por el espíritu humano. Por decirlo con una frase totalmente unamuniana, tienes que “sentir el pensamiento, pensar el sentimiento”. Y si haces eso, tendrás sedimento. Empezó, pues, con Arlequino.

¿Ese sedimento se prolonga hasta Unamuno y Celestina, personajes tan contradictorios? Sin duda, forma parte del abanico de la experiencia humana. Una vez un discípulo le preguntó al maestro: “¿Es que todos los hombres, todas las almas tienen vigencia después de la muerte? “No”, contestó el maestro, “solo aquellas que han logrado acumular un sedimento…”.

Unamuno fue una persona, no un personaje. Claro, y en Unamuno parece que lo que prevalece sobre todo son los principios: una absoluta fidelidad a los principios al precio que sea. Esa base lo convierte en una referencia moral extraordinaria para las generaciones posteriores.

¿Y Celestina? Es justo lo opuesto. No tiene otro principio que la supervivencia. Sobrevivir a costa de cualquier cosa. Es una antítesis, pero pertenece al abanico de la vida… Quizá nos demos cuenta de que aplicando principios inmutables y rígidos en la presente coyuntura política de nuestro país podemos ir al desastre. Sin embargo, Unamuno se aplica esos principios a sí mismo a rajatabla cuando se enfrenta “al dragón”, como yo digo, personificado por el fascismo en pleno en la Universidad de Salamanca…

Mientras que La Celestina Es el pragmatismo feroz. Vivir, vivir, y sobrevivir… Hay personajes que te dejan huellas muy profundas. Sin duda, la aventura de Segismundo en La vida es sueño, el último mensaje de Calderón, que el hombre se haga dueño de sí y de sus pasiones, que no sea objeto de sus caprichos o apetencias. Hay algo que está detrás de las apetencias. Esa es la pesquisa que hay que hacer. Y hay algo que está detrás de las circunstancias, de las apetencias, de la satisfacción, del éxito. Unos lo llaman el ser. Pienso que esa percepción es certera.

"Rechazar hacerme cargo del hotel que mi padre planeaba le causó mucho dolor, pero no hubo ningún reproche. Estoy marcado por ello”.

Y hay otros personajes con los que usted ha hecho esa pesquisa… Un personaje conmovedor, por lo negro y por lo nihilista, es el Ham de Final de partida, de Beckett. Una gran creación del hombre impregnado de mal por las circunstancias, no un mal abstracto. Y Edipo rey, ¡Dios mío!, la bilis del orgullo, la caída, la expiación… Estamos hablando de dolores muy profundos que sentimos todos los seres humanos. Como el dolor del hijo en la Carta al padre, de Kafka. “Querido padre, en la cena de anoche me preguntaste que por qué dije que te tengo miedo, y no supe qué contestar, en primer lugar, por el miedo que te tengo”. Ese es un miedo como cósmico, no es particular, es un reflejo de una cosa tremenda que es el padre, un animal mítico, como bien dice Javier Gomá en su monólogo Inconsolable

¿Qué ha supuesto Unamuno, en este sentido? Un encuentro, no puedo llamarlo un papel. Por supuesto lo tienes que encarnar, tienes que hacer el trabajo, pero es un encuentro, diría incluso que un encuentro misterioso. Y Celestina es un goce; es un gozo hacer algo tan aparentemente lejos de mí. Pero creo que yo soy un superviviente. Un superviviente de las cosas que recuerdo de mi buen padre. Él decía: “Nunca te arrugues”. Y lo decía como una orden. “No arrugarse nunca”.

Ahora, al decir la voz de su padre, le ha salido la voz de Unamuno… ¡Síííííí! ¡Qué cosas!… Como iba diciendo… Celestina es una criatura correosa, coriácea.

¿Ahora usted es toda esa gente? No creo.

¿Quién es usted ahora? ¿Su padre, quizá? No. Soy una persona que se está encontrando, un ser humano normal, normalísimo, creo, pero me parece que cada vez puedo ver mejor, cada vez soy más consciente y cada vez más capaz de decir lo que pienso y de pensar lo que siento…

Hable de lo que hable siempre sale su padre a relucir… Y su madre. ¿Qué significan para usted? La referencia. Gratitud, gratitud. Siempre hubiera querido haber tenido padres ilustrados, claro. Eran circunstancias adversas. Todo lo que hicieron por mí inspira gratitud.

¿Qué elementos explican esa gratitud? Era gente normal. Mi madre era una mujer muy bella, también interiormente. De una elegancia increíble, y solo tenía tres trajes. Su extracción social no era tan humilde como la de mi padre; era acomodada-modesta y mi padre era de origen proletario. Mi padre me aportó esa apelación, “no te arrugues”, y mi madre me mostró una sensibilidad especial.

Se fue a Alemania muy joven. ¿Qué supuso para ellos? Un inmenso dolor, tremendo. Rechazar hacerme cargo del hotel que mi padre ya planeaba, que había comprado con todos los ahorros de su vida…, y yo le dije que no. Mucho dolor, pero ningún reproche. Fue como un martillazo en la cabeza de un hombre que viene de un origen tan humilde. Yo estoy marcado por ello, es lo que siento.

¿Y cómo lo marcó Alemania? Era entrar en otro mundo. Un mundo al que llegaba muy joven y si quería ser actor o dedicarme al teatro por el arte tenía que ser también como una manifestación de la actividad humana. Eso lo entendí en el Instituto de Arte Dramático de Westfalia. No estudiábamos solo teatro: escuchábamos música, filosofía, pensamiento… Siento gratitud a Alemania, a ese periodo de mi vida… Mi hermana, que en paz descanse y que seguro que está en la gloria, me decía: “A ti te ha hecho mucho mal Alemania”. Y es porque de algún modo cuando yo volví venía muy cuadriculado. Creo que eso ha cambiado. Mi tierra lo ha compensado. La síntesis Alemania-España es muy buena. Ser español tiene muchísimas cosas buenas.

¿En qué se le notaba cuadriculado? Iba derecho, organizado, pragmático, con todo muy pensado. Había zonas en mí que estaban cerradas. Fue después de volver de Alemania cuando empecé a abrir esas zonas, las de la sensibilidad, las de la emoción.

Para ser tan cuadriculado, lo primero que hizo al volver de Alemania, 11 años después, fue de un español tan difícil como el Pascual Duarte de Cela, en la película de Ricardo Franco. Y después, Azaña, Celestina, Unamuno… ¡En Alemania me eran más familiares Goethe y Brecht que Lorca y Unamuno!… Tenía un sentido de amputación de la cultura, de la historia, de la lengua. ¡A mi madre le hablaba en alemán al despertar en Punta Umbría, los veranos! Y me volví a hacer el servicio militar. Y después ya estuve siempre en España, con estancias en otros países, pero aquí estoy.

Muchos años en La Abadía. ¿Cómo ha aguantado tanto tiempo en un sitio? Cuando volví de Alemania, en 1971, me di cuenta de que la cultura literaria española tiene una altura igual a la de cualquier país europeo. Sin embargo, no se correspondía con un refinamiento igual en el ámbito del teatro. Y empecé a interesarme en eso. Trabajé con Núria Espert y con Ramón Tamayo, en el Centro Dramático, estuve en el Español (de donde me fui, por entrometidas faltas de cultura por parte de funcionarios de aquel momento…). Y Jaime Lissavetzky y Ramón Caravaca me propusieron hacer un teatro para la Comunidad de Madrid. Yo estaba en París, acababa de dirigir en la Ópera de La Bastilla y en el Odeón…, en el sitio más alto en el que se podía estar en ese momento. Pero conecté con mi vieja aspiración y les dije que si me garantizaban la necesaria independencia y los medios de supervivencia razonables, lo hacía. Y eso hago todavía, 15 años después.

“SOY UNa persona NORMALÍSIMA, PERO CADA VEZ PUEDO VER MEJOR, SOY MÁS CONSCIENTe, MÁS CAPAZ DE DECIR LO QUE PIENSO Y DE PENSAR LO QUE SIENTO”.

¿Interpretar a Unamuno le ayuda a entender la experiencia de ser español en un país tan complicado? Sin la menor duda. Ejemplos de coraje civil como el de Unamuno los ha habido en todo el mundo, en todas las culturas, y los seguirá habiendo, pero la manera como se produce esa manifestación y a través de la lengua que compartimos te resuena tanto que implosionas… Los actores, los carpinteros o los periodistas tenemos procedimientos, más o menos acuñados por la experiencia, que debemos respetar para alcanzar ciertos logros. En el caso del teatro siempre hay un trasfondo espiritual, una palabra un poco pretenciosa, pero es que estamos tratando con lo más íntimo del ser humano, muchas veces con lo más precioso, la conciencia en contradicción, la conciencia en lucha, el fracaso, lo que sea, y los maestros de nuestro oficio han ido acuñando procedimientos y pasos que aprendes o procu­ras aprender. Yo me he esforzado por aprenderlos, por ir con el catecismo del oficio. Pero a partir de una edad se ha producido algo maravilloso: ya no hay procedimientos. Las cosas ahora se manifiestan cuando entras en contacto y hay como una implosión muy grande.

Ha aprendido a ser otros. Hay un libro que cito mucho, del maestro Zeami Motokiyo, el gran teórico del teatro no japonés, coetáneo de Calderón. Habla de los cuatro florecimientos que ocurren en la vida humana, también en los oficios.

¿Que son…? Al principio, el talento, la flor de la edad, la belleza (física externa o, también, una forma de belleza muy joven), hace que la criatura, el oficiante, esté. Esa flor da paso a otra flor, casi sin darte cuenta. Aparece cuando empiezas a darte cuenta de que puedes ser un instrumento. En la tercera flor no solamente te das cuenta, sino que eres perfectamente consciente para hacer lo que corresponda a tu oficio.

¿Y qué dice la última flor? En la cuarta flor ya no tienes que pensar. Sucede.

Y esa le apareció ya. Sucede en Unamuno. Ya no es un esfuerzo entrar en Unamuno. Me enfrento a sus fotos, leo sus textos, dejo que resuene. “Pensar el sentimiento, sentir el pensamiento”. Leo un poema. Sucede.

¿Está preparado ya para hacer el personaje de José Luis Gómez García? ¿La persona? Estoy en ello.

¿Cómo es, cómo se viste? Más o menos como yo, relativamente discreto, un punto coqueto, con miedo a desaparecer y demasiado bajito, aunque Unamuno tiene dos centímetros menos.

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