Trump y Erdogan, amigos
El presidente electo de Estados Unidos avala la destrucción de la democracia en Turquía
Apenas confirmada la elección de Donald Trump, el cruce de mensajes hizo ver que había algo más que felicitaciones de ritual. Erdogan declaró que se abre una nueva época en las relaciones entre Estados Unidos y Turquía, y sobre todo Trump encomendó de inmediato a su futuro vicepresidente, Mike Pence, que diera a conocer al Gobierno turco su propósito de estrechar aún más los vínculos entre ambos países y devolver las relaciones al nivel anterior a la presidencia de Obama.
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Erdogan tiene razones para sentirse satisfecho, y no solo porque la suerte de su enemigo Fetulá Gülen, exiliado en Pensilvania, dependa ahora mucho más de él, según indican las declaraciones del consejero de seguridad de Trump, Mike Flynn. Ya antes de las elecciones Trump había declarado que Estados Unidos no debe intervenir en la situación de las libertades civiles en otros países, al serle preguntado por la represión posterior al golpe del 15 de julio, y ello explica las anteriores expresiones de cordialidad. No es el presidente turco alguien que acepte de buen grado las críticas procedentes del exterior, que le provocan siempre, y de modo singular las originadas en la UE, estallidos de ira, los cuales repercuten incluso a niveles inferiores desde las embajadas cuando quienes las enuncian son los medios de comunicación. La Turquía de hoy vuelve a ser la de Talaat Pashá, el ultranacionalista organizador de los últimos desastres del Imperio otomano, no la de Kemal Atatürk. Con Trump no tendrá problemas.
Así que Erdogan tiene el visto bueno para desarrollar sin obstáculos su proyecto posgolpe de instauración de una dictadura a medida, con supresión generalizada de derechos civiles y elecciones plebiscitarias. El borrador conocido de la prevista Constitución no ofrece dudas: presidencia elegida a la americana por cinco años renovables, con elecciones parlamentarias coincidentes, jefatura directa del Gobierno donde no podrán figurar diputados, veto presidencial a las decisiones del Parlamento, posibilidad de gobernar por decreto y, menos mal, el presidente no podrá suprimir el Parlamento. Eso sí, como ya sucede desde junio los diputados serán detenidos y juzgados como le plazca a Erdogan, sin residuo alguno de inmunidad parlamentaria. Le avala la popularidad lograda con el golpe.
Como ya sucede desde junio, los diputados serán detenidos y juzgados como le plazca a Erdogan, sin residuo alguno de inmunidad parlamentaria
Lo que puede ocurrir bajo ese “sistema presidencial”, tal y como esa Constitución llamará al nuevo régimen, se encuentra ya a la vista. El golpe atribuido a Gülen ha sido la coartada para una persecución masiva, con decenas de miles de encarcelados o expulsados de sus puestos de trabajo —30.000 docentes, más de 20.000 militares—, a lo cual ha seguido una persecución sistemática de la prensa libre. Son ya 110.000 represaliados y el número crece cada día. Hoy Turquía se ha convertido en una gran cárcel del periodismo, con decenas de profesionales en prisión. Los últimos en caer han sido el director y los redactores del diario decano de la democracia turca, Çumhüriyet, bajo la acusación habitual de colaborar con el terrorismo kurdo. Y la purga no se para en las puertas del Parlamento. Una vez en la cárcel ocho diputados del partido demócrata kurdo, ahora la denuncia llega al propio jefe de la oposición, Kemal Kiliçdaroglu, y desde la cima del Estado, por censurar la deriva dictatorial que sufre el país. De su orientación general da cuenta el proyecto de ley para absolver a los violadores de adolescentes si luego se casan con ellas, retirado ante el clamor internacional de protesta.
Hay además otra cara de la moneda. El neootomanismo ya conocido de Erdogan ha fijado recientemente objetivos irredentistas muy concretos. Al tiempo que denuncia el Tratado de Lausana, un gran éxito de Atatürk, que en 1923 fijó los límites turcos actuales, el personaje sueña con el avance a lo largo del siglo de una Gran Turquía, que tendrá sus hitos mayores en las conmemoraciones de 2053 (conquista de Constantinopla) y 2071 (victoria turca que inauguró 1.000 años atrás la invasión de Anatolia). Mirando a las islas griegas del Egeo proclama que en el pasado fueron turcas y tenían mezquitas, con independencia de ser antes y ahora griega su población. La siniestra broma culmina en la propuesta del ministro Eroglu para cambiar las letras de las nanas, de “Duerme niño [TURCO]y crece”, a “duerme niño y álzate”, con la mirada puesta en 2071.
El primer paso de Donald Trump en política exterior no podía ser más ilustrativo: avalar la destrucción de una democracia y el auge de un peligroso imperialismo.
Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.
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