Más Tarradellas, menos Companys
Mientras se manosean unos muertos para mantener viva la agenda secesionista, se esconden otros. Se olvida, por ejemplo, a quien defendió que la reconciliación entre los unos y los otros solo podía hacerse en ausencia de revanchas y venganzas
En el libro colectivo de homenaje al historiador José Álvarez Junco (Pueblo y nación,2013), el escritor Jorge M. Reverte observa que “sin la existencia del franquismo, sin su actualización permanente por quienes elaboran algunos relatos, los discursos nacionalistas en Cataluña tendrían una importancia mucho menor, una eficacia muy disminuida”. Mientras el denominado franquismo sociológico se va difuminando, a medida que sumamos más años ya de democracia que de dictadura, paradójicamente donde reaparece de forma desacomplejada es en las interpretaciones de la historia de las fuerzas separatistas, que han hecho suyo el argumento de asociar España con Franco. Se lo escuchamos decir con total naturalidad, en la investidura de Mariano Rajoy, al diputado Joan Tardà cuando habló del “dolor que los catalanes” (se refería en realidad solo a los independentistas) están dispuestos a soportar para alcanzar la libertad porque tienen “conciencia y memoria” de su difícil historia, citando como ejemplo el fusilamiento del presidente Lluís Companys “por parte del Ejército español”. El portavoz de ERC repitió entonces el mantra de que el Estado español nunca ha pedido perdón a los catalanes por ese asesinato, y que ningún Gobierno español ha querido anular su sentencia. Se convierte así la Guerra Civil española en una guerra de ocupación sobre Cataluña. Para ello nada mejor que servirse de la propaganda franquista de identificar España con la dictadura y, acto seguido, esforzarse por trazar una línea de continuidad entre ese régimen y el sistema de libertades nacido con la Constitución de 1978.
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Tardà también quiso enfatizar la intensidad emocional con la que en “todas las ciudades y pueblos de Cataluña” se vive el recuerdo del president asesinado en 1940. Desde hace unos años, el separatismo convierte cada 15 de octubre, día de su vil fusilamiento, en otro aquelarre propagandístico con el objetivo de deslegitimar la democracia española, y en el que se afirma sin ningún rubor que todavía no se ha hecho justicia ni reparación. Este año, la portavoz del Ejecutivo catalán, Neus Munté, ha dicho que, como el “Estado no pide perdón, el Govern no pedirá permiso” para aprobar una ley que reparará jurídicamente a las víctimas y declarará nulos los juicios sumarísimos como el de Companys”. En realidad, se trata de otra gran mentira porque la conocida como ley de la memoria histórica (2007) ya declaró la ilegitimidad “por vulnerar las más elementales exigencias del derecho a un juicio justo” de los tribunales de responsabilidades políticas y los consejos de guerra constituidos por motivos políticos, ideológicos o de creencia religiosa así como de sus resoluciones y, concretamente, “por vicios de forma y fondo”, de las condenas y sanciones dictadas durante la dictadura contra quienes defendieron la legalidad republicana. En 2009, el entonces presidente de la Generalitat, José Montilla, pidió al fiscal general del Estado, Cándido Conde-Pumpido, la anulación de la sentencia contra Companys. Este respondió, en un extenso razonamiento, que pretender una revisión técnico-jurídica de la causa, o de las miles de sentencias que por idénticos motivos hubo bajo el franquismo, sería tanto como reconocer su vigencia “pese a la radical declaración de injusticia e ilegitimidad” que contienen los artículos 2 y 3 de la citada ley. En definitiva, todas esas sentencias han sido ya expulsadas de nuestro ordenamiento jurídico, concluía. Otra cosa es que los políticos separatistas, como otros muchos que viven cómodamente instalados en la hueca retórica antifranquista, no se quieran enterar.
La Ley de la Memoria Histórica ya declaró la ilegitimidad de los juicios sumarios de la dictadura
También es completamente falso que todavía no se haya hecho ningún gesto de reconocimiento a su figura. El 15 de octubre de 2004, la vicepresidenta María Teresa Fernández de la Vega, en nombre del Gobierno español, asistió junto a Pasqual Maragall al homenaje a Companys en el castillo de Montjuïc. Y, en octubre de 2009, el ministro de Justicia, Francisco Caamaño, se trasladó a México para entregar a la nieta del presidente fusilado, María Luisa Gally Companys, un documento oficial de reparación, certificado que la ley contempla para todas las víctimas cuyas familias lo soliciten. Para el discurso gubernamental en Cataluña la cuestión no es que queden tareas pendientes, como la localización de las fosas y la exhumación de los cadáveres o adaptar a la ley el Valle de los Caídos, sino hacer creer que la democracia española mantiene una actitud de connivencia ideológica con el pasado. Por eso, el Parlamento catalán ha dado trámite con gran júbilo a una ley presentada por JxSí y la CUP con el único propósito de que el Gobierno la recurra y el TC la suspenda, por probable invasión de competencias, para poder así afirmar que España se niega a anular las sentencias. Se trata de una trampa evidente para añadir otro leño más al fuego soberanista y poder afirmar, como hizo el consejero Raül Romeva el pasado 20-N, que en las acciones judiciales del Estado contra el proceso separatista resuenan los “ecos” del franquismo.
Romeva dice que en las acciones judiciales contra el proceso separatista hay “ecos” del franquismo
Septiembre y octubre son meses de excitadas celebraciones y clamorosos silencios en Cataluña. Tras el homenaje que se tributa por la Diada a Rafael Casanova, Companys se ha convertido, en palabras del escritor Ramón de España, en otra figura más del pesebre nacionalista que sirve “para demostrar la maldad intrínseca de los españoles, entre los que no hay diferencia alguna: el fascista de los años treinta, como el borbónico de 1714, es igual que el demócrata de principios del siglo XXI”. Mientras se manosean unos muertos para mantener viva la agenda secesionista, se esconden otros. Josep Tarradellas es el caso más significativo, pues su retorno el 23 de octubre de 1977 supuso, como tantas veces se ha dicho, el reconocimiento de la legitimidad republicana cuando todavía estaban vigentes las leyes franquistas. El año próximo se cumplirán 40 años, pero no parece que vaya a haber mucho interés oficial en recordarlo tampoco esta vez. Por ahora, solo una asociación independiente, el Centro Libre de Arte y Cultura (CLAC), ha tomado la iniciativa de acercar al gran público su figura aprovechando que se acaban de abrir completamente sus importantes archivos. Tarradellas es un personaje de gran interés, con los claroscuros inherentes a una larga trayectoria política que empieza en los años treinta, pero cuyo papel protagonista prosigue en el exilio hasta convertirse de forma inesperada en una pieza esencial de la síntesis entre reforma y ruptura que acabó imponiéndose en la Transición.
A Tarradellas el nacionalismo catalán le ha hecho siempre el vacío porque no soportó que exhibiera un acuerdo sincero y leal con la Monarquía y el Estado español. Porque enarboló la bandera de la unidad de todos los catalanes, defendió un catalanismo de firmes convicciones pero sin soberbia ni resentimiento hacia España, y más tarde como expresident censuró sin ambages la “dictadura blanca” del pujolismo. Acercarnos al legado de Tarradellas, en lugar de manosear el trágico final de Companys, es otro de los deberes pendientes de la política catalana.
Joaquim Coll es historiador y fundador de Societat Civil Catalana.
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