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Perfil

El zar del Mariinski

Valery Gergiev en 1994 en un teatro francés.
Valery Gergiev en 1994 en un teatro francés.Laurie Lewis (Lebrecht)
Daniel Verdú

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N LA PUERTA de los tres despachos de Valery Gergiev (Moscú, 1953) siempre espera un grupo de gente. Saben si él está dentro porque Misha, un corpulento y encanecido acompañante que le sigue día y noche, custodia la entrada. Ahí aguardan un espigado bailarín rubio, un compositor con una solemne medalla en la solapa que necesita ayuda para terminar un ballet y un primo de Osetia que le sigue a todas partes; también un tipo que lleva dos días leyendo un libro apoyado en la pared, un joven director y un anciano millonario a quien acompañan dos mujeres colombianas. Pueden pasar horas. Pero de vez en cuando se abre la puerta, asoma medio cuerpo, hace un gesto moviendo los dedos de la mano izquierda y arquea las cejas, como cuando dirige a su poderosa y expresiva orquesta. Entonces entra el elegido, la mayoría de veces cohibido y algo nervioso, como si visitase a un ministro. Solo que pocos ministros tienen hoy la influencia de Valery Gergiev en Rusia.

Son las cinco de la tarde y quedan dos horas y media para que el omnipresente músico y gestor (también es titular de la Filarmónica de Múnich y director del Festival de las Noches Blancas) recorra los 500 metros que hay entre su despacho del edificio de conciertos hasta el espectacular teatro de ópera que inauguró en 2013, justo el día de su 60º cumpleaños. Dirige El jugador, la obra de Prokófiev que el comienzo de la revolución evitó que se estrenase en este teatro justo hace 100 años y que forma parte de su descomunal trabajo por devolver el brillo al repertorio ruso, incorporando también obras contemporáneas como El idiota, de Weinberg, en el arranque de la 234ª temporada del Mariinski. Por su despacho, presidido por una foto en blanco y negro de Ilya Musin, su gran maestro, siguen desfilando miembros de esta corte que le espera cada vez que pasa unos días en San Petersburgo. Se toma su tiempo con cada uno y escucha. Nadie pide nada concreto, sería de mala educación; solo hablan, esperan y le estrechan la mano. Él sabrá qué hacer.

Valery Gergiev en el Mariinski este mes.

Poco a poco se queda solo con su gran amigo y promotor Josep Maria Prat, con quien volverá de gira a España el próximo enero. Muestra especial ilusión por su concierto con el Orfeón Pamplonés, del que es director honorario. “Intento hablar con todos los que esperan, si los despreciase podría parecer que no tengo interés en este teatro. Es importante”, sostiene todavía con la chaqueta negra de cuello Mao con la que ha dirigido por la mañana dos conciertos de Pedro y el lobo en una sala repleta de niños. Al otro lado de la puerta, Misha, con un ramo de flores en la mano y unos zapatos de piel a punto de reventar, acompaña la puerta con suavidad y termina con el trasiego de visitas. Pasarán dos horas hasta que vuelva a abrirse.

“solo puedes controlar un gran territorio si eres fuerte. Pero es impensable que putin planee atacar a otro país. él piensa en prevenir AGRESIONES”.

El maestro, como todos se dirigen a él, es un símbolo nacional. Y también nacionalista. Sus conciertos en Palmira (Siria) o Tsjinval (Osetia del Sur) forman parte aquí del orgullo colectivo y del brillo artístico que Rusia ha exportado en los últimos años. Pero en el resto del mundo también se perciben como una musical forma de propaganda de las incursiones militares del presidente ruso. Esta vertiente política genera controversia, especialmente por su cercanía a Vladímir Putin, de quien hace una acérrima defensa. Con él comparte la pasión por los liderazgos fuertes e implacables. “Solo puedes controlar un gran territorio si estás organizado y eres fuerte. Pero es impensable que Putin esté sentado en el Kremlin planteándose cómo atacar a otro país. Él piensa en cómo prevenir las agresiones a Rusia; la OTAN está ahora más cerca que nunca de nuestras fronteras. Mucho más que con el muro de Berlín”, analiza. Pero más allá de la geopolítica les une la vieja idea de que, sin el arte y la cultura, Rusia no recuperará el esplendor y la grandeza de los tiempos de líderes como Pedro el Grande, fundador hace 300 años de San Petersburgo, donde Gergiev y Putin se conocieron.

En todo ese tiempo cambió el color de las cortinas, pero los teatros fueron prácticamente lo único que respetaron los mandatarios de cada época. Por eso, como analiza su amigo Prat, ciertos artistas adquieren aquí esta dimensión nacional, casi mística, de la que goza Gergiev. Gobierne quien gobierne. Él lo conoce bien; y también sabe que sin la complicidad, la gesta de convertir el Mariinski en este impresionante centro cultural estratégicamente situado en los límites del mundo occidental hubiera sido prácticamente imposible. “En dos días no me habrá visto con ningún político, pero conviene recordar que esto es una ópera del Estado y no se trata solo de recibir apoyo, sino de tener responsabilidades. Putin está muy ocupado, pero encuentra tiempo para venir al Ermitage y al Mariinski un par de veces al año. Fui 10 años director de la London Symphony Orchestra y quizá no tuve suerte…, pero son muchos para haber recibido la visita de alguien del Gobierno. Los políticos deberían prestar en Europa mucha más atención al arte”.

En la primera imagen, una función del Lago de los cisnes en 1980 en el antiguo teatro, en la entonces Leningrado. En la segunda, el escenario del actual Mariinski, remodelado en profundidad bajo la supervisión de Gergiev.

El reinado de Gergiev en el Ma-riins--ki no estaba escrito ni se cocinó en los círculos de poder que ahora le son cercanos. Hijo de una familia humilde, nació en Moscú en pleno arranque de la Guerra Fría, dos meses después de la muerte de Stalin. “Una época cultural que mezcló lo bueno y lo malo, llena de burócratas, como por cierto los hay ahora en la UE”, critica recostado en el sofá de su despacho. Su padre, militar, y su madre muy pronto se mudaron con sus dos hermanas a Vladikavkaz, en la pobre región de Osetia que linda con Georgia. Ahí se formó, “fumó algunos cigarrillos”, escuchó obstinadamente las grabaciones de Beethoven de Fürtwangler y jugó al fútbol en la calle. Podría adivinarse un poderoso instinto musical y cierta disciplina, pero la vida no había decidido hacia dónde lanzar aquella bola de fuego que empezaba a asomar en las clases de música de la señora Zareba, la primera persona que le imaginó subido a un podio. Hubo un punto de inflexión. “Mi padre fue reclutado horas después de que Hitler atacase la Unión Soviética. Contando el tiempo que pasó luego en Berlín, estuvo siete años fuera. Le hirieron en la cabeza, y creo que eso fue lo que más adelante le provocó la muerte a los 49 años. Yo tenía solo 14 y me afectó profundamente, todavía lo siento. Ese día la música se convirtió en mi mejor amiga”.

San Petersburgo, quizá la ciudad más europea de Rusia, lo cambió todo. Aquí estudió en el conservatorio y aprendió durante cinco años con el maestro de directores musicales Ilya Musin, profesor también de artistas como Semyon Bychkov o Yuri Temirkanov (a quien luego sustituiría). Experto en la técnica manual de dirección (nadie había formulado antes un sistema para dirigirse a la orquesta solo con gestos) y poco aficionado a las batutas, Musin instruyó durante un lustro en todo lo que sabía a un chaval de 19 años. “A menudo me enfadaba cuando algo no me salía bien, y él siempre decía: ‘Valery, debe saber que esta profesión es muy difícil los primeros 70 años”, recuerda con una carcajada. De Musin adquirió la expresividad de sus manos y su escaso apego por un solo tipo de batuta. “Fíjese”, exclama acercándose al cajón de su escritorio y sacando un manojo de bastoncitos. “Esta pequeña la compré el otro día en Múrmansk. A veces dirijo solo con las manos y otras con un palillo, en homenaje a las tapas españolas”, bromea. “A los músicos les gusta ver el palito blanco. Pero lo importante son los ojos y que yo pueda mirarlos directamente”.

En la época soviética tuvo que renunciar al sueño europeo y al dinero. Pero no guarda rencor: “empecé a trabajar en esta casa desde abajo”.

Ellos le eligieron. Gergiev tomó el mando del Kirov (el Mariinski durante la Unión Soviética) en 1988 como director artístico cuando la orquesta le aclamó en una insólita votación. “Eso me obliga a una enorme responsabilidad, recuerdo que al principio vivía obsesionado con no decepcionar”. Tenía 34 años y era la joven promesa de la música soviética. El régimen había estado esperando este momento después de haberle cerrado la puerta de Europa años antes, cuando el legendario Karajan ganó el concurso para dirigir la Filarmónica de Berlín y le reclamó como asistente. Tuvo que renunciar a aquel sueño, al dinero y al mundo occidental. Pero no guarda rencor. “Era joven y guapo, y tenía energía. Incluso un aspecto de actor o bailarín, fíjese… [muestra unas fotos orgulloso de aquella delgadez y belleza de juventud]. Pero aquí pensaban que si te ibas no volverías. Claro que me decepcionó, pero a cambio empecé a trabajar en esta casa desde abajo. No me prohibieron hacer música, solo me pidieron que la hiciera aquí. En esa época construí mi repertorio”.

El Mariinski, el gran templo donde compositores como Chaikovski, Mussorgski, Prokófiev o Rachmaninov estrenaron sus obras y cuya orquesta imperial llegaron a dirigir Verdi, Berlioz o Strauss, era en aquella época una institución renqueante con 260 funciones al año (hoy realiza 1.374, con una media del 90% de ocupación y decenas de estrenos operísticos) asomada al abismo de la descomposición de la Unión Soviética. Protestas laborales y la caja vacía. Ese era el material de trabajo cuando en 1996, en tiempos de Borís Yeltsin, asumió las riendas también de su gestión. Tiraron de ingenio, recuerda, y crecieron de una manera que él, gran aficionado al fútbol, compara con La Masia del FC Barcelona. “Tuvimos que cambiar la mentalidad en algunos aspectos, pero curiosamente fue una época en la que descubrimos grandes voces como Olga Borodina, Anna Netrebko (que limpiaba los pasillos del teatro a la espera de una oportunidad), Evgeny Nikitin, Galusin, Petrenko… Estudiantes que ni habían terminado el conservatorio. Tuvieron que aprender francés, italiano, alemán… No compramos a nuestras estrellas, las fabricamos. Como hizo el Barça con Messi”. En cuanto a los trabajadores o la orquesta…, nadie osó jamás desafiarle. Comenzaba la era del poder absoluto.

Gergiev charla con el presidente ruso, Vladímir Putin, durante una visita del mandatario al teatro en 2013.

De aquella época permanece hoy intacto el testigo del viejo teatro, inaugurado en 1860, con sus laberínticos pasillos y decenas de funcionarios jugando al dominó durante horas hasta que arranca el ballet. El nuevo espacio, el Mariinski II, es el reflejo opuesto. Separado del Neva solo por un pequeño canal y con una superficie de 80.000 metros cuadrados y un presupuesto anual de unos 140 millones (el Teatro Real tiene unos 49 millones), costó 530 millones y tiene 2.000 asientos. Gergiev se involucró hasta el fondo en su remodelación, y al cabo de tres años y varios millones invertidos paró el proyecto original de Dominique Perrault –que había ganado un concurso internacional– por considerarlo arriesgado y entregó la obra a un estudio canadiense experto en este tipo de edificios. Aun así, se implicó hasta el último detalle en cuestiones como la acústica del nuevo edificio. “De lo contrario, a quién podría haberle echado la culpa si algo salía mal”, bromeaba la noche anterior, provocando las carcajadas de patrocinadores y amigos en el restaurante junto al teatro donde suele cenar.

El Mariinski II es hoy el buque insignia de la diplomacia cultural rusa, apoyada en el ilimitado dinero del petróleo y que, sin embargo, no ha mitigado las críticas occidentales respecto a los déficits democráticos del país. “Nuestra economía quizá se apoye demasiado en el petróleo y el gas. Pero ¿qué clase de democracia queremos los rusos? Ya tuvimos un periodo muy complicado con la caída de la Unión Soviética. Gorbachov quería la democracia, trajo la libertad y tuvimos un colapso terrible. Dígame, ¿qué le parece al New York Times la democracia china? ¿Ahí lo es o no? Es sencillo: el Gobierno chino ha dejado muy claro que no hará nada con países que les critiquen, así que no reciben los mismos ataques que Rusia porque, si no, se quedarían fuera de ese mercado enorme”.

En la primera imagen, un ensayo del ballet Pushkin en el antiguo teatro. En la segunda, el escenario del Mariinski durante la preparación de un ballet.

Hijo de la Unión Soviética y la Guerra Fría, Gergiev está preocupado con la deriva de los últimos conflictos. El mundo está en crisis y la cuerda a un lado y otro del viejo telón de acero vuelve a tensarse. Pero el problema, con un mundo que sabe mucho menos de Rusia que lo que saben los rusos sobre el resto del mundo, viene de lejos, cree. “Los medios internacionales ya tenían una posición anti-Kremlin antes de Putin. Desde 1994 simpatizaban con los rebeldes porque pensaban que la desintegración de Rusia sería lo mejor. Pero si eso sucediera, igual que con China, habría cientos de millones de personas hambrientas, furiosas y con armas…, incluidas las nucleares. Al mundo no le conviene que Rusia se rompa. Mire, no creo que los políticos resuelvan todos nuestros deseos, somos gente sencilla que debe defenderlos por sí misma. Pero veo un riesgo, y no me gusta decirlo, de que nos lleven a la tercera guerra mundial. No quiero ser un profeta de algo tan horrible, pero por primera vez en mi vida tengo esta extraña sensación. Todos somos muy limitados en nuestro conocimiento sobre el mundo, pero el desconocimiento de los políticos no tiene límite”.

La conversación sí empieza a tenerlo. Quedan solo 45 minutos para que empiece la función, la tercera que dirigirá hoy. Desde hace unos minutos, el cuñado de Gergiev remueve objetos en el office del despacho y un intenso olor a comida empieza a inundar la sala. Finalmente aparece sonriente con un plato rebosante de sopa y una gran pelota de carne flotando en ella. Después de dos horas, Misha vuelve a abrir la puerta con sus enormes manos y deja entrar algunas visitas. Fuera todavía permanecen unas 20 personas. Hoy no podrán verle, seguirán esperando.

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Sobre la firma

Daniel Verdú
Nació en Barcelona pero aprendió el oficio en la sección de Madrid de EL PAÍS. Pasó por Cultura y Reportajes, cubrió atentados islamistas en Francia y la catástrofe de Fukushima. Fue corresponsal siete años en Italia y el Vaticano, donde vio caer cinco gobiernos y convivir a dos papas. Corresponsal en París. Los martes firma una columna en Deportes

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