Extinciones
Darse de bruces con la pared del habla misma causa un dolor emocional de una intensidad que escuece

Hace ya seis años, el sobrino de mi amigo Sergi* se enamoriscó irracionalmente de una canción de un mix (entonces –socorro, huelo a anciana- se hacían mixes que pretendían ser álbumes caseros, elecciones cuidadosas con más nostalgia que criterio), de una de las cintas de casete que llevaba su tío en el coche.
Quería escucharla con la compulsión entusiasta de los nenes, que desgastan lo nuevo hasta hacerlo medio suyo porque todo es alucinantemente primerizo. Y cuando mi amigo le pidió que fuese paciente y esperara, porque -en sus palabras- tenía que rebobinar la cinta, su sobrino soltó con una pasmosa sorpresa: "¿Qué es rebobinar?".
Sé que se ha hablado hasta la saciedad de este estupor. Denme cancha.
Darse de bruces con la pared del habla misma causa un dolor emocional de una intensidad que escuece. No soy mi madre ni mi abuela, pero también vivo corriendo detrás del autobús de lo penúltimo. Ahora bien, rebobinar no es un formato o un software intrincado cuya interfaz se me hace ajena. Hablo de un verbo extinto.
Las bobinas pintan menos que un lince. Esa palabra delata la edad, es un espejo que perdió una dirección. De pronto, para un coetáneo no tan lejano, es un cristal estéril sin reflejo semántico. Ni siquiera puede reírse de nosotros por nuestra senectud cerebral y comportamental; no es un toma Geroma pastillas de goma, es mucho peor. Cómo explicarle a un zagal qué es una bobina. Cómo hablarle de la paciencia a la que nos obligaba con su mecanismo. Cuán viejos nos vuelven nuestras palabras.
* (Tiro mucho de sobrinos en esta columna, el salto generacional es fértil).
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