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Tribuna
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La crisis de Brasil

Debemos demostrar que podemos reinventar el sentido y la dirección de nuestra política

Fernando Henrique Cardoso
Una partidaria de Dilma Rousseff se manifiesta en Sao Paulo.
Una partidaria de Dilma Rousseff se manifiesta en Sao Paulo.Sebastião Moreira (EFE)

El 31 de agosto, el Senado brasileño destituyó a la presidenta Dilma Rousseff. Tras cinco largos días de debate, 61 de los 81 senadores, muy por encima de los dos tercios necesarios para apartar a un presidente, la condenaron por delitos fiscales y presupuestarios. Sus partidarios dijeron que la presidenta había sido víctima de un “golpe parlamentario”. Acababan de destituir injustamente a una persona elegida por 54 millones de votos, inocente de todo delito. En Latinoamérica se hicieron eco de esta protesta unos modelos de democracia y Estado de derecho como son Cuba, Venezuela, Bolivia y Ecuador.

Por supuesto, nada de ello es verdad. La realidad, como de costumbre, habla por sí sola. El proceso de destitución fue al mismo tiempo judicial y político. El procedimiento establecido por la Constitución brasileña se siguió al pie de la letra. Las dos Cámaras del Congreso aprobaron por una mayoría abrumadora, primero, iniciar el proceso, y después, condenarla. El juicio celebrado en el Senado estuvo encabezado por el presidente del Tribunal Supremo. El máximo órgano judicial del país reafirmó una y otra vez la legitimidad del proceso. Sin embargo, es cierto que no solo estaban en juego las fechorías de una persona, sino muchas más cosas. El proceso fue el resultado de la convicción, expresada en las calles por millones de brasileños, de que el sistema de poder instituido por el expresidente Lula y el Partido de los Trabajadores es el culpable de que Brasil se haya sumido en la crisis económica, política y moral más grave desde la restauración de la democracia en 1985.

En su defensa ante el Senado, la presidenta, muy afectada, insistió en su inocencia. Ahora bien, su beligerancia no la justifica ni la absuelve, ni de su irresponsabilidad fiscal —los miles de millones de dólares transferidos ilegalmente a empresas privadas y extranjeras—, ni de su incapacidad, cuando presidía el consejo de administración de Petrobras, para impedir el saqueo de la mayor empresa brasileña en beneficio del PT y los demás partidos que apoyaron su Gobierno.

Hay motivos para el optimismo. La democracia brasileña ha demostrado su capacidad de resistir y adaptarse

¿Y qué nos ha dejado todo esto? Sin duda, las ilusiones perdidas de todos los que creyeron en las promesas del PT. Pero también una economía en recesión y un desempleo masivo, y una sociedad desgarrada por una oleada sin precedentes de escándalos de corrupción y un sentimiento generalizado de decepción. Aunque la presidenta no fuera la autora de los planes corruptos, revelados gracias a unos medios de comunicación independientes y unos jueces sin miedo, sí se benefició políticamente de ellos. Los políticos procesados pertenecen a tantos partidos que, en realidad, es la “clase política” en su conjunto la que está siendo juzgada ante una opinión pública atenta. La caída del Gobierno del PT ha provocado el desmoronamiento de todo el sistema político.

Aun así, hay motivos para el optimismo. La democracia brasileña ha demostrado su capacidad de resistir y adaptarse. Millones de ciudadanos han salido a la calle. Lo que estamos presenciando en Brasil son los efectos de unas transformaciones económicas y tecnológicas inmensas. La globalización ha debilitado a los Estados nacionales, las sociedades están cada vez más fragmentadas por una nueva división del trabajo y a merced de las tensiones y los desequilibrios de una diversidad cultural cada vez mayor. Las consecuencias son la inquietud, el temor por el futuro y la incertidumbre sobre cómo mantener la cohesión social, garantizar el empleo y reducir las desigualdades. La acción ciudadana y la opinión pública tienen un poder transformador. Pero las instituciones son necesarias. No existe democracia sin partidos políticos. Las estructuras proporcionan el terreno y las oportunidades para que el ser humano actúe, pero es la voluntad de los individuos y de sectores de la sociedad, inspirados por sus valores e intereses, lo que abre la puerta al cambio.

En Brasil debemos demostrar que podemos reinventar el sentido y la dirección de nuestra política; si no, el descontento volverá a echar al pueblo a las calles, para protestar contra quién sabe qué y a favor de qué. El reto al que nos enfrentamos es cerrar la brecha existente entre la demos y la res publica, entre la gente y el interés general, volver a tejer los hilos que puedan unir el sistema político a las demandas de la sociedad.

Fernando Henrique Cardoso fue presidente de Brasil y es miembro del Consejo del siglo XXI en el Berggruen Institute

© 2016 The WorldPost/Global Viewpoint Network, distribuido por Tribune Content Agency, LLC.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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