Disonancias
Recuerdo algunos carteles de un cine porno y su olor. Sí, amigos. No paren de leer, prometo ser elegante
Durante unos años viví relativamente cerca de unos cines porno. Estaban en mi camino hacia cualquier sitio, así que pasaba por delante de la puerta muy a menudo. Recuerdo algunos carteles (anunciaban las pelis con cartulinas pintadas a mano, todo era de una precariedad enternecedora, y a su vez daba repelús sentir ternura ante un sitio así), y el olor. Sí, amigos. No paren de leer, prometo ser elegante. Denme la mano, no pincha.
El olor no se me olvidará jamás porque olía fortísimo a ambientador. Inesperadamente, no olía a nada abiertamente desagradable. Se producía en mí una especie de desconcierto sensorial al pasar por la puerta. Y al mismo tiempo mucho ambientador me obligaba a imaginar que había mucho que tapar.
Me pasó algo similar en la exposición Bodies. Un fiasco, lo diré. Un farsante museo de ciencias, una idea artística que se había prostituido convirtiéndose en un Mercadona de cadáveres. Cuando hay uno en tu ciudad y da igual en qué punto del planeta leas esto, está claro que el proyecto se desnortó.
Lo vi, Bodies, —corrigiendo trayectoria— , y lo que más me repugnó, lo único que en realidad me produjo una verdadera reacción intensa fue el olor. El impecable olor a limpio que percibí rodeada de muertos se me hizo aterrador.
Es una impresión demencial, pasa algo nauseabundo que no se huele. La conclusión es obvia para uno y otro sentido, que no se entienden y se miran encogiéndose de hombros, y se me desafina el cerebro unos segundos. Traten de fijarse, por favor, es una sensación hermosa.
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