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Tribuna
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Mejores decisiones

Ni somos infalibles, ni tenemos superpoderes y, sin embargo, a partir de nuestras limitaciones cognitivas es posible mejorar el proceso de elección entre varias opciones en todos los campos, incluyendo la política

NICOLÁS AZNÁREZ

Superman era un poco tonto. Se liaba a puñetazos cuando le hubieran bastado sus huracanados bufidos o su visión calorífica y peleaba una y otra vez con los mismos villanos cuando podía borrarles su memoria con un beso en la boca. Carecía de talento para asignar sus talentos. A diferencia del dios que tenemos más a mano, que propició un Leibniz capaz de construirle un relato con el que armonizar bondad, inteligencia y omnipotencia, Superman colapsaba en su abundancia de recursos.

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A mí, con mis limitaciones, eso no me pasa. Para determinar la distancia de un objeto no agudizo el oído. Para comprobar la temperatura de un objeto no acerco la lengua. Con relativa naturalidad, sin pensarlo, con automatismos y estereotipos, nos enfrentamos al oficio de vivir y, en general, no nos va mal. Es cierto que, en ocasiones, erramos, porque la selección natural no es un ingeniero y funciona con materiales de saldo, y, a veces, nuestros atajos mentales resultan precipitados. Vemos humo y, aunque no haya fuego, salimos corriendo. Desde la lógica, la inferencia es incorrecta. En la práctica, tampoco es cosa de quedarse a completar el argumento, no sea que. Lo contó bien Kahneman, premio Nobel de Economía, en Pensar rápido, pensar despacio.

Sin embargo, desde que tengo teléfono inteligente me he vuelto más comprensivo con Superman. Anoto el título de un libro cuando podría fotografiarlo. Tecleo un mensaje que podría dictar. No he conseguido integrar en mi inteligencia ese “cerebro externo”. Necesitaría una aplicación de aplicaciones, capaz de tomar la mejor decisión ante cada reto. Decidiría no decidir para decidir mejor.

No es una manía personal. A todos nos gustaría que nuestras actuaciones ponderaran toda la información, evitaran sesgos, inercias y automatismos; que, por así decir, incorporáramos a nuestro cableado mental la lógica, la teoría de la probabilidad y hasta Google. Muchas cosas cambiarían si el teorema de Bayes estuviera sedimentado en nuestros circuitos neuronales. El racismo desaparecería y, también, la mitad de las crónicas periodísticas. ¡Ahí es nada!

No faltan investigaciones, y especulaciones desigualmente fundadas, que exploran la posibilidad de que los avances tecno-científicos nos permitan incorporar nuevas potencialidades, en una suerte de “yo ampliado”, para vivir mejor, lo que incluye, decidir mejor. Más Batman que Superman, si se quiere. Nick Bostrom (Superinteligence) o Allen Buchanan (Beyond humanity?) han escrito sobre estos asuntos con conveniente mesura.

En el plano político también se contempla la posibilidad de mejorar las decisiones. Los ciudadanos, a qué negarlo, no somos sabios. La evidencia abruma y deprime: un 30% de los americanos no sabe quién gobierna en la Casa Blanca; uno de cada cuatro británicos cree que Churchill fue un personaje de ficción, no como Sherlock Holmes, que existió para un 58%. Tristemente, según otras investigaciones, no son mejores los políticos ni, dicho sea de paso, los doctorados en Políticas. En realidad, la política no es un problema de “saber cosas” o teorías. La sabiduría política, práctica, es distinta del conocimiento científico, limitado a un plano de la realidad: económico, psicológico, biológico, etcétera. Los expertos, como los “erizos”, según la imagen de Arquíloco popularizada por Berlin, van a piñón fijo con una sola idea, y, enfrentados a la decisión política, ignoran todo aquello que no cabe en la horma de sus modelos. Frente a la obligada simplificación del científico, que deriva en simpleza cuando se muda en “política”, esa que, por ejemplo, asoma cuando se “explica” el terrorismo con la biología, la sabiduría práctica (política y moral) presenta una naturaleza multidimensional, es un saber de “zorros”, capaces de articular informaciones diversas, de ponderar y jerarquizar retos, algo que no parece susceptible de integrarse mediante un protocolo.

El problema es que, por su complejidad, no es fácil tasarla ni reconocer a quienes la poseen. Y, por lo mismo, al elegir no hay modo de deslindar entre el “estadista”, con carisma, y el populista, con cara, que se atribuye un particular “instinto político”. En esas condiciones, una vez admitimos que no hay modo de identificar a los sabios, parecería que nos encontramos en una especie de deprimente dilema entre unos votantes, arbitrarios y erráticos, y unos lumbreras de calidad incierta cuando no inquietante.

En un intento de escapar a esos dilemas, surgen investigaciones destinadas a mejorar la toma de decisiones políticas. Algunos (James Surowiecki) confían en lo que se ha dado en llamar “sabiduría de grupos”, que muestra que, en determinadas condiciones, una multitud de ignorantes atina más que los expertos. En eso, o algo parecido, se sostienen los mercados de apuestas futboleros. Y los resultados mejoran según otros (Scott E. Page) cuando los “mediocres” son diversos en perspectivas. El problema, claro, es que las “determinadas condiciones” no abundan en la vida real.

De mayor interés, más operativas, resultan propuestas como la de Cass Sunstein (Choosing Not to Choose) de mejorar la toma de decisiones mediante “arquitecturas de decisión”. Algo que incluye saber decidir cuándo es mejor no decidir, incluso para aumentar nuestra libertad. El principio de “no decidir para proteger la libertad”, cierto es, ya lo conocemos y aplicamos cuando rechazamos que unos (varones, blancos, catalanes) puedan votar la limitación de los derechos ciudadanos de otros (mujeres, negros, otros españoles). A Sunstein le interesan asuntos menos obvios. A partir del reconocimiento de nuestras limitaciones cognitivas, busca configurar diseños que nos asistan para decidir. Ya lo ejercemos en pequeña escala con la donación de órganos por defecto. O con el GPS. Decidir no decidir, no está de más recordarlo, es algo más sofisticado que apostar por que decidan “nuestros representantes”. La contraposición entre las democracias participativas, asociadas a los referéndums, y las democracias representativas, asociadas a la discusión y los matices, no está desprovista de exageración. Sin ir más lejos, toda votación parlamentaria, al final, es dicotómica, un referéndum.

Simplemente se trataría de configurar arquitecturas de decisión que, a sabiendas de nuestras menesterosas capacidades, nos permitan responder de la mejor manera a los retos, personales y políticos. En realidad, siempre existen arquitecturas (sobre qué, cómo y cuándo se deciden), solo que nos pasan desapercibidas, por torpeza o por mala fe. También para eso la ciencia nos puede ayudar; algo que, conviene decirlo, nada tiene que ver con la tecnocracia, entre otras razones porque la investigación también nos muestra bajo qué circunstancias no cabe fiarse de los expertos, incluidos los que diseñan las arquitecturas de decisión.

En el entretanto, tan imbéciles como Superman. Y con menos poderes.

Félix Ovejero es profesor de la Universidad de Barcelona.

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