A vueltas con el perro por las calles
Los dueños de canes no pueden caer en la 'perrolatría' ni la sociedad en la 'perrofobia'
En aras de la siempre deseable transparencia, quien firma estas líneas es dueño de una perra desde marzo. La aclaración, que a bastantes les traerá sin cuidado, viene a cuento porque tener —o no— una mascota, especialmente un perro, el animal de compañía con mayor presencia en el espacio público, se ha convertido para muchos en motivo de esa división en bandos enfrentados y casi irreconciliables a que tan aficionada parece siempre España.
La discusión, nada nueva, ha resurgido tras la decisión del Ayuntamiento de Barcelona de reservar de forma experimental desde mediados de julio y hasta finales del verano un espacio para los canes en la playa de Llevant. La medida llegó precedida de la habitual cargada polémica, que probablemente no apagará el hecho de que la zona se haya quedado pequeña para los dueños de estas mascotas que han decidido usarla. A ello se suma la tendencia creciente a que establecimientos de variado tipo se conviertan, en todo o en parte, en amigos de los perros. Listas de locales dog friendly pululan por Internet.
Estas muestras de (pretendida) modernidad no deben hacer olvidar que la convivencia en cualquier espacio ciudadano se basa en el civismo de todos y no solo en que una Administración reglamente, con su correspondiente capacidad sancionadora y punitiva de la que siempre querrán echar mano en caso de conflicto uno y otros —perrunos y antiperrunos aquí— para verse henchidos de razón.
En este caso, como en otros tantos que implican tener que compartir el ámbito urbano —fiestas, ruidos, bares, procesiones, tráfico, colas...—, parece imponerse lamentablemente esa muy acreditada propensión nacional a tener razón por el exclusivo recurso del artículo 33: me sale de... y al que no le guste que se... Y ello vale tanto para los amantes de los perros como para sus detractores. Miserable es quien esparce en la calle comida envenenada o llena de clavos —o quien abandona o mata a un cachorro porque el niño, claro, se ha aburrido del regalo de Reyes—. Pero no mayor respeto merece quien piensa que cualquiera ha de acomodarse a los deseos de su mascota, esa, por ejemplo, para cuyas heces sus amos han desarrollado una sorprendente ceguera en las calles de tantas grandes ciudades, Madrid a la cabeza. Y múltiples lugares y actividades han de estar más que lógicamente vedados al acceso con animales, aunque se vayan abriendo otros. Ni perrolatría —y el artículo homónimo que Javier Marías publicó en este periódico en junio es discutible, pero estaba bastante más argumentado y era más respetuoso que la mayoría de las críticas que levantó— ni perrofobia. Con urbanidad y respeto debería bastar.
Al fondo está el recurrente —un punto cansino— debate sobre los derechos de los animales, esa entelequia. Los animales no tienen derechos, lo que no significa que los humanos no tengan deberes con ellos. Esta controversia tiene numerosos ángulos que se podrían abordar, pero ahora toca dar de comer a la perra y bajarla a la calle...
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