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MIRADOR
Columna
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Geniomanía

Hollywood se ha dado cuenta de que los genios de la vida real son de lo más raro, y ha convertido la biografía en un género de ficción, incluso de ciencia ficción

Javier Sampedro
Imagen promocional de la serie de televisión "Breaking Bad".
Imagen promocional de la serie de televisión "Breaking Bad".

El caso Fischer vendrá mañana a completar una especie de trilogía de los genios de nuestro tiempo, tras las pelis sobre Alan Turing (Descifrando Enigma) y Stephen Hawking (La teoría del todo), en lo que tal vez se esté convirtiendo en un género de la narrativa fílmica o un subgénero de la neurología clínica. Aunque solo fue un gran maestro de ajedrez, Bobby Fischer encaja perfectamente entre sus dos compadres científicos, y hasta los supera por su densidad de enredo biográfico: detenido en el aeropuerto de Tokio por violar el embargo internacional a Yugoslavia, maltratado por la policía de Pasadena al ser tomado por un atracador, embargado por no pagar el alquiler y defensor a partes iguales del Holocausto y el atentado de las Torres Gemelas, el Fischer real deja muy atrás las ensoñaciones más delirantes de cualquier guionista. Oh, sí, y también arrebató a los soviéticos el título mundial de ajedrez.

¿A qué viene esta geniomanía que nos tiene a todos embelesados? En parte tiene relación con la marcada tendencia a dotar a los personajes de complejidad, no ya para hacerlos más reales, sino mucho más allá: para hacerlos irreales de puro laberínticos, complicados y paradójicos. Los seguidores de Breaking Bad sabrán bien de lo que hablo. Siempre hubo genios en el cine, pero antes eran como el doctor Zarkov ese que iba en el cohete de Flash Gordon, una especie de robot omnisciente, omnipotente y omnibondadoso con menos pliegues que una camisa de poliéster. Hollywood se ha dado cuenta de que los genios de la vida real son mucho más raros que todo aquello, y ha convertido la biografía en un género de ficción, incluso de ciencia ficción.

Lo deseable es que los cineastas, sobre todo los guionistas, aprendan a crear personajes de ese tipo, porque la lista de genios matemáticos atormentados del siglo XX se acabará más pronto que tarde —la gente excepcional es infrecuente por definición— y, por el amor de Dios, no vayamos a volver entonces al doctor Zarkov ni al doctor Gannon, cirujano. Eso sería una catástrofe y una vergüenza.

Y lo malo es que la geniomanía tiene un claro componente circense, un pasen y vean en el que Fischer, Turing o Hawking pueden acabar en el mismo saco que la mujer barbuda y el hombre forzudo, en un tiempo en que los reality shows han hecho muy difícil encontrar un caso extraordinario de fealdad, desatino o estupidez, un verdadero monstruo que no estemos hartos ya de ver en hora punta. Como toda manía, la geniomanía se nos pasará alguna vez, y qué nos quedará entonces, maldita sea.

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