Un país que intenta solucionar todo con pastillas
Un estudio recoge el abuso de ansiolíticos, sedantes y otras medicaciones en España
Para levantarse, una pastilla; para acostarse, dos. Si se está triste, otra; si son nervios, unas cuantas más. Y ya, si hay dolor, las que hagan falta. Lo que podría parecer una caricatura es el día a día de muchos españoles, según un estudio que acaba de publicar la revista especializada BMC Psychiatry:un 7% ha consumido opioides sin indicación médica durante el último año; un 9% lo ha hecho con sedantes; un 2,4%, con estimulantes. De los cinco países estudiados (España, Reino Unido, Suecia, Alemania y Dinamarca), los más adictos a las pastillas son, de media, los españoles.
El trabajo no ahonda en si hay factores exógenos (la crisis, la situación política, los desahucios o la programación de algunas cadenas de televisión) que influyan en esta afición a tomar píldoras para todo. Pero algunos especialistas no dudan en que, en España, hay una trivialización del consumo de medicamentos en general, y de los relacionados con problemas mentales en particular. Aunque no es algo exclusivo de las pastillas para los nervios. La automedicación, los botiquines caseros y el abuso de antibióticos, por ejemplo, son otras muestras de esta tendencia a intentar curarlo todo con fármacos.
Los datos del estudio son llamativos, pero tampoco descubren algo insospechado. La última encuesta de consumo de drogas del Ministerio de Sanidad, la Edades de 2013, ya recogía que los hipnosedantes —con o sin receta— eran la cuarta sustancia psicoactiva más consumida por los españoles, solo por detrás del alcohol, el tabaco y el cannabis: un 22% de los encuestados los tomaban. Si se asume que todos los usuarios que tienen una prescripción de verdad necesitan el fármaco y nos quedamos solo con los que los toman sin tener la orden médica correspondiente, aún era la décima sustancia de la lista, por delante de las setas, la heroína, los esteroides, la ketamina y el GHB, entre otras drogas. Se consuman para dormir (Orfidal), para pasarlo bien (algunos sedantes mezclados con alcohol) o, simplemente, para no pasarlo mal (Lexatin), sus riesgos son claros: adicción, intoxicaciones, daños psiquiátricos, hepáticos, sociales.
Pero quizá lo peor de estas cifras sea lo que este consumo abusivo tiene de síntoma, de retrato de una población que no tolera el menor contratiempo, que siempre tiene prisa para superar los desengaños, que considera reprobable que alguien se encuentre mal y pida un respiro o ayuda. Aparte de aspectos básicos en la prevención de los consumos, como la educación, y del control de estas sustancias, lo que están diciendo estos datos es que las personas no tienen recursos —ni propios ni, mucho menos, ajenos— para solventar sus problemas diarios. O, lo que sería más importante, que el sistema no está preparado para explicarles y acompañarles en un proceso que, en contra de sus deseos, no es inmediato.
Si algún responsable sanitario se pone nervioso al leer estos estudios, ya sabe la solución: que llame a su camello de Tranquimazin. O que haga algo útil.
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