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MIRADOR
Columna
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Rencores

Jamás podremos explicar del todo un acto como el de arrollar con un camión a inocentes que festejaban fuegos artificiales

David Trueba
Bandas negras decoran las estatuas del Monumento del Centenario, en el paseo de los Ingleses de Niza.
Bandas negras decoran las estatuas del Monumento del Centenario, en el paseo de los Ingleses de Niza.Olivier Anrigo (EFE)

Si hoy es martes, es muy posible que sigamos rastreando incrédulos los vínculos del asesino del paseo marítimo de Niza con el terrorismo islamista. Las certezas de la investigación son fundamentales para alcanzar algún tipo de calma. Pero conviene no olvidar que jamás podremos explicar del todo un acto como el de arrollar con un camión frigorífico a los inocentes que festejaban los fuegos artificiales del 14 de julio junto al mar. No poder entrar en el cerebro y el modo de pensar del asesino convierte el acto criminal en desasosegante. Pero en los últimos días se ha hablado de la radicalización exprés, algo así como la conversión en yihadista islámico de un tipo que pasa de fumar porros, hartarse a vino en Ramadán, carecer de creencias o afinidades religiosas significativas, frecuentar prostíbulos y discotecas a consumar una especie de martirio integrista en menos de los 21 días de rigor que marcan los cursillos acelerados por fascículos.

Conviene no darle tanto valor a la conversión y mucho más al factor de soledad y rencor. Descifrar la mente de los terroristas desde la psiquiatría, y no tanto desde la vertiente policial, concluyó que padecen un desequilibrio patente, mezcla de egolatría y pulsiones maniacas. Es posible que haya menos misterio del que se quiere ver en golpear la calle, las concentraciones lúdicas, los espacios de socialización. Conforman un perfil claro del asesino que transforma al inocente en su enemigo por una sublimación del agravio que padece. Es cierto que nos hemos equivocado escuchando a los teóricos de la economía política que han transformado la sociedad en un conjunto de ganadores y perdedores. Esta diferenciación que sirve tan bien al deporte, carece de solvencia en la vida cotidiana, porque aquí no hay reglamento y la competición es siempre desigual. En la sociedad, el triunfo y el fracaso no son medidores objetivos ni producto del juego limpio, sino que generan rencor que nos negamos a tratar si aceptamos la competición como modo de organización social.

Lo que sucede con el rencor es que transforma una historia íntima en un discurso social. Alumbra los integrismos, las radicalizaciones, pero también los nacionalismos, la xenofobia y el odio. La desintegración casi nunca es completa y la supuesta víctima se transforma en verdugo cuando encuentra un motivo que le resarce, un bando en el que militar ciegamente. No busquemos tanto lo que llenaba el espíritu del asesino, sino lo que le había vaciado previamente. Ahí se acomodaron la mentira y el rencor que le convencieron de que sus enemigos eran las familias de apariencia feliz y festiva que ocupaban el paseo marítimo de Niza.

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