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Tribuna
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Hostal Niza

El terrorismo mata a personas pero se hace la ilusión de que en realidad derriba mitos, símbolos o culturas

Las banderas de Francia y Reino Unido a media asta en Downing Street, Londres.
Las banderas de Francia y Reino Unido a media asta en Downing Street, Londres.ANDY RAIN (EFE)

En la plaza de la estación del pueblo de mi padre, en Soria, está el Hostal Niza. Ya no se parece al Niza de mi infancia, con sus palillos en el suelo y sus tacos gigantes de bonito en escabeche. Ha perdido su solera de taberna ferroviaria, que es tanto como decir que ha perdido la mugre y se ha adaptado al mucho más higiénico siglo XXI, pero se mantiene como referencia en el centro del pueblo. No sé en cuántos Nizas he estado. Los hay a cientos por toda España. Bares de carretera, chiringuitos que coquetean con la salmonelosis, marisquerías venidas a menos, bufés libres all you can eat, hoteles de variada reputación… La mayoría, con tipografías desarrollistas y barras de estaño porque se fundaron en la época en que el turismo era un gran invento y a muchos les pareció que Niza sonaba prometedor y elegante como nombre de café.

Como el terrorismo mata a personas pero se hace la ilusión de que en realidad derriba mitos, símbolos o culturas, me pregunto qué quería destruir ese camión letal. ¿Un sueño cosmopolita pasado de moda? ¿Las dos sílabas que servían para que los turistas pobres se sintiesen en una novela galante y no en un artículo costumbrista?

Niza es una ciudad italiana que habla francés. Hasta hace no tantos años, parte de ella, la Vieja Niza, era uno de los últimos reductos del provenzal y aún quedaban ancianos que chamullaban la que fue la lengua de la gran poesía medieval europea. Pero la Vieja Niza es una ciudad aparte, hoy pintoresca y pescadora, que se desentiende de la Niza belle époque que todos quieren pasear: la de la Proménade des Anglais, claro, pero también las de las calles del ensanche de finales del siglo XIX, con sus mansiones y sus iglesias ortodoxas, de cuando los nobles rusos que no sabían quién era Lenin pasaban parte del invierno en la ciudad. Es francesa reciente, se la anexionó Napoleón III en 1860 y antes fue de Piamonte y de Saboya. No ha pasado tanto tiempo como para que el núcleo duro de los nizardos de toda la vida pierda sus apellidos italianos, que dominan los rótulos de los comercios castizos y el callejero: la plaza Massena o las calles Cassini, Tonduti, Gioffredo, Penchiennatti o Barla recuerdan que las fronteras son líneas imaginarias que siempre se dibujan con lápiz, para que la goma de la historia las pueda borrar.

Ese camión, que mata personas y no ideas, creía atropellar también a los parroquianos del hostal Niza del pueblo de mi padre

Pero esa parte de Niza se retuerce junto al puerto y casi da la espalda al mar. La Niza que se abre al Mediterráneo y se tumba en la larguísima Proménade es la que contiene una idea de la grandeur no del todo muerta. Ahí está la Francia que quería ser mundo, la que consideraba su idioma lengua universal de la civilización, en la época en que ser moderno, demócrata y persona de bien era, por fuerza, ser afrancesado. A eso iban los nobles rusos allí, a limpiarse la pelusa cosaca con el agua de la playa y a presumir de buen francés. Esa es la Niza que inspiró a los hosteleros españoles.

Los terroristas matan personas pero se convencen de que matan símbolos. Tal vez porque si se contemplasen como los simples asesinos que son, no se soportarían ni tendrían ánimos para matar. Niza, donde los viejos escupían en provenzal huesos de aceituna a los pies de las damas rusas con parasol, llegó a ser esa Europa de vacaciones permanentes, y quien pasea por la Prom aún lo percibe. Por eso ese camión, que mataba personas y no ideas, creía atropellar también a los parroquianos del hostal Niza del pueblo de mi padre y de todos los bares y tascas Niza que hay en España y en el mundo y que aún conservan, en sus ensaladillas rusas y en sus ofertas en jarras de sangría, el candor de un continente que ya no sabe qué pensar de sí mismo.

Si queremos que los bárbaros sientan su propia brutalidad y su culpa, hay que volver a los hostales Niza. Hay que pedir en ellos aceitunas y vermú como si fuéramos rusos blancos exiliados pidiendo martinis en la Prom. Lo hacemos porque la iconoclastia está en el hostal Niza, con su farsa ferroviaria y proletaria del gran mundo de la Costa Azul. Los hostales Niza ya se han burlado y han tumbado el símbolo. Los terroristas son solo asesinos que no merecen ese privilegio.

Sergio del Molino es escritor.

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