Las feministas tratan mal a los hombres
La obsesión con el mal comportamiento de los hombres desvía la atención de los problemas de fondo. Ridiculizarlos y criticarlos no es la forma de mostrar que la revolución feminista es una lucha por la igualdad y que queremos contar con ellos
Decir que las feministas fustigan a los hombres parece un cliché, una caricatura misógina. El motivo central del feminismo, aseguran sus defensoras, es la lucha por la igualdad. La etiqueta del odio a los hombres es producto o de la difamación o de un malentendido. Sin embargo, gran parte de la retórica feminista actual ha cruzado la línea que separa las críticas al sexismo de las críticas a los hombres, y se centra en el comportamiento personal: cómo hablan, cómo abordan las relaciones, incluso cómo se sientan en el transporte público. Se destacan los defectos masculinos como condenas absolutas, y cualquier objeción a ello se considera un síntoma de complicidad. Si se hicieran acusaciones similares contra las mujeres, se tacharían de burda misoginia.
Este antagonismo entre los sexos no contribuye a promover una igualdad que aún es incompleta. La obsesión con que los hombres se comportan mal más bien desvía la atención de problemas más importantes, como los cambios necesarios en el lugar de trabajo para facilitar el equilibrio entre la vida laboral y la personal. Aún más, los ataques a los hombres no sólo provocan la antipatía de muchos varones —y unas cuantas mujeres— sino que los empujan hacia subculturas en las que las reflexiones sobre el feminismo se mezclan con la hostilidad.
Desde que la Declaración de Sentimientos de Seneca Falls, en 1848, enumeró los motivos de queja de la mujer contra el hombre, el feminismo siempre ha sido un desafío para el poder masculino. Pero esas quejas estaban dirigidas a las instituciones, no a los individuos. En la década de los sesenta, Betty Friedan afirmaba que los hombres no eran los malvados, sino unas víctimas más de las presiones sociales y las expectativas de sus mujeres, cuyo sustento y cuya identidad dependían de ellos. Eso empezó a cambiar en los años setenta con el ascenso del feminismo radical y su eslogan “lo personal es político”. Autoras como Andrea Dworkin y Marilyn French representaron a los hombres corrientes como los brutales soldados de a pie del patriarcado.
Autoras como Dworkin y French representan a los varones como brutales soldados del patriarcado
Ahora, esta tendencia ha alcanzado una nueva cima inquietante: las teorías feministas radicales que consideran que la civilización occidental es un patriarcado han pasado de sus nichos académicos y activistas a la conversación general, amplificadas por las redes sociales. Sean cuales sean las razones de la ola actual de misandria —una palabra usada irónicamente por muchas feministas—, el caso es que existe. Pensemos en la cantidad de neologismos creados para burlarse de unos comportamientos que no son esencialmente masculinos. Sentarse con las piernas abiertas puede ser de hombres, pero también hay mujeres que ocupan un espacio enorme en el transporte público con sus bolsos, sus bolsas y sus pies sobre el asiento. La expresión mansplaining, “explicar como hombre”, se utiliza para calificar cualquier argumento de un hombre que no le gusta a una mujer.
Las cosas han llegado a un punto en el que los ataques superficiales a los hombres son un murmullo constante en los medios digitales más modernos y progresistas. En Broadly, la sección para mujeres de la web Vice incluía hace poco un artículo titulado Un nuevo estudio confirma que los hombres son repulsivos, acompañado de una entrada en su página de Facebook que decía: “¿Eres un hombre? Seguramente eres repulsivo”. El estudio, en realidad, decía algo muy distinto: que la mayoría de hombres y mujeres piensa que, cuando se llama a alguien “repulsivo”, lo normal es que sea un hombre. Si un estudio hubiera descubierto que mucha gente atribuye un rasgo negativo a las mujeres (o a los gais, o a los musulmanes), se habría dicho que era un estereotipo lamentable. Los hombres se la cargan por emitir la más mínima opinión negativa sobre algo relacionado con el feminismo.
Este es un problema importante, y no sólo porque puede hacer que los hombres simpaticen menos con los problemas de las mujeres. En estos días en los que oímos sin cesar que el poder de las mujeres está triunfando y que se acerca “el fin de los hombres” —o al menos, de la virilidad tradicional—, los varones tienen sus propios problemas. En EEUU las mujeres obtienen el 60% de los títulos universitarios; la matriculación de hombres en la universidad permanece estancada en un 61% desde 1994, mientras que la de mujeres ha pasado del 63% al 71%. Los oficios manuales, que eran predominantemente masculinos, están en declive, y mientras aumenta el número de madres solas, muchos hombres carecen de vida familiar. El viejo modelo de matrimonio y paternidad ha quedado obsoleto, pero no terminan de emerger nuevos ideales.
No es absurdo pensar que parte del apoyo a Donald Trump es una reacción frente al feminismo radical
Ridiculizar y criticar a los hombres no es la forma de mostrar que la revolución feminista es una lucha por la igualdad y que queremos contar con ellos. El mensaje de que el feminismo también puede ayudar a los varones se ve menoscabado por guerreras como la australiana Clementine Ford, cuya “misandria irónica” carece muchas veces de ironía e insiste airadamente en que el feminismo sólo defiende a las mujeres. Las burlas sobre las “lágrimas masculinas” —en una camiseta que lucía la escritora Jessica Valenti para retar a sus críticos— parecen especialmente desafortunadas si las feministas quieren poner en tela de juicio el estereotipo del hombre reprimido. Ignorar las falsas acusaciones de violación no es una forma de demostrar que la liberación de la mujer no viola los derechos civiles del hombre. Y decir a los varones que su papel en la lucha por la igualdad de sexos se reduce a escuchar a las mujeres y soportar con paciencia los ataques contra ellos no es la mejor forma de sumarlos a la causa.
Valenti y otras afirman que odiar a los hombres no puede ser perjudicial porque ellos siguen teniendo el poder y los privilegios. Casi nadie niega la realidad histórica de la dominación masculina. Pero hoy, cuando un hombre puede perder el trabajo por una metedura de pata sexista y ser expulsado de la universidad por una acusación de conducta sexual indebida, decir eso implica estrechez de miras. Todo el mundo critica los insultos sexistas contra las mujeres en la red, pero hay poca comprensión cuando se difama a un hombre.
Nos encaminamos hacia una elección presidencial con una brecha de género sin precedentes entre los votantes de uno y otro candidato. Hasta cierto punto, esas cifras reflejan las diferencias políticas. Pero no es absurdo pensar que el sentimiento favorable a Donald Trump está alimentado, en parte, por una reacción contra el feminismo. Y, si bien hay algunos que entran en la anticuada pretensión de “poner a las mujeres en su sitio”, hay otros, en la generación más joven, que perciben el feminismo como un movimiento extremista y anti-hombres. Como muestra esta campaña, nuestra cultura tiene una fractura que necesita desesperadamente cerrarse, no sólo en las guerras entre sexos. Para formar parte de esa curación, el feminismo debe incluir a los hombres, no sólo como aliados sino como socios, con una misma voz y una misma humanidad.
Cathy Young es colaboradora habitual de Reason, Newsday y RealClearPolitics.com.
(c) 2016, The Washington Post / Repruducción autorizada
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
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