¿Quién le hacía la cena a Adam Smith?
Después de soportar una soporífera campaña electoral casi monopolizada por sujetosdel sexo masculino, volví con más interés si cabe a las páginas de ¿Quién le hacía la cena a Adam Smith?, el estupendo libro que Katrine Marçal ha escrito mirando la economía con las “gafas violetas” del feminismo. Un libro que, me temo, mis colegas varones, monopolizadores del debate público, no han leído, de la misma manera que parecen ignorar las brillantes aportaciones que en las últimas décadas se han hecho desde la teoría económica feminista. De ahí que no nos debiera extrañar a estas alturas que, tal y como hemos comprobado en la campaña electoral eterna que acaba de finalizar, no solo las mujeres hayan estado ausentes en cuanto sujetas con poderío, que diría Marcela Lagarde, sino que también lo ha estado el“género”, entendido como marco de las relaciones de poder que continúan condicionando las relaciones entre nosotros y ellas. A lo que habría que sumar la práctica ignorancia de dramas como la violencia de género o, en general, de las múltiples violencias –sexuales, económicas, laborales, personales, simbólicas– que continúa sufriendo la mitad de la ciudadanía.
Katrine Marçal, que es la jefa de opinión de Aftonbladet, el principal periódico de Suecia, hace justo lo contrario de lo que han hecho nuestros candidatos en estos tediosos días de campaña: poner en valor la singular contribución de las mujeres a la economía de los países y criticar el “hombre económico” en cuanto paradigma del sujeto individual y con derechos en los modernos Estados constitucionales. Su libro es pues una crítica en toda regla a una alianza, la que se refuerza día a día entre patriarcado y neoliberalismo, que genera una brutal desigualdad y que muy especialmente continúa situando a la mitad femenina en condiciones de mayor vulnerabilidad.
El punto de partida del libro es el siguiente: “Cuando Adam Smith se sentaba a cenar, pensaba que si tenía la comida en la mesa no era porque les cayera bien al carnicero y al panadero, porque estos perseguían sus propios intereses por medio del comercio. Era, por tanto, el interés propio el que le servía la cena. Sin embargo, ¿era así realmente? ¿Quién le preparaba, a la hora de la verdad, ese filete a Adam Smith?”. Es decir, Marçal llama la atención sobre como no solo hay un “segundo sexo” sino también una “segunda economía”. O dicho de otra manera: frente al trabajo de los hombres que es el que cuenta, el invisible de las mujeres; frente al desarrollado en el espacio público, considerado productivo y por lo tanto con valor social y económico, el que tradicionalmente ha estado en el privado y que en consecuencia se ha considerado más una proyección natural de la feminidad que un auténtico motor de la economía.
Desde mi punto de vista de hombre interesado en el estudio de las masculinidades, el mayor mérito de este libro, además de por supuesto de contar de manera clara y divulgativa como hemos construido también en lo económico un orden patriarcal, radica en el análisis que plantea de un modelo de sujeto que hemos asumido como paradigma de lo universal. Es decir, el hombre económico que no es otro que el sujeto varón y cuyas cualidades se siguen reproduciendo como las ideales para un espacio, el público, en el que nosotros seguimos detentando mayoritariamente el poder y la autoridad. Un hombre económico que acaba siendo un depredador que actúa guiado por sus intereses egoístas y que disfruta de una serie de dividendos a los que obviamente parece que no está dispuesto a renunciar. Un Robinson Crusoe racional y egoísta que huye de los sentimientos, el altruismo, la compasión o la solidaridad. Los mismos valores de los que reniega la economía de mercado y que vinculamos con los trabajos de cuidado que las mujeres han asumido sometidas a los dictados de un régimen que las mantenía domesticadas. De esta manera, las mujeres han tenido que ser el cuerpo para que los hombres pudiéramos ser el alma. Es decir, como bien ha explicado Almudena Hernando en su magnífico libro La fantasía de la individualidad (Katz, 2012), el hombre ha construido su “aparente” autonomía gracias a los roles desempeñados por las madres, esposas o hermanas. Un perfecto relato patriarcal en el que el binomio jerárquico masculino/femenino ha sustentado la política, la economía y hasta los afectos, y cuyos resultados están bien lejos de la soñada igualdad. Al contrario, y como bien explica la periodista, el modelo, sobre todo en los últimos años, no ha hecho más que incrementar las desigualdades en el planeta y de manera especial la vulnerabilidad de mujeres y niñas.
Katrine Marçal, al igual que por ejemplo entre nosotros lo llevan reivindicando desde hace tiempo con gran lucidez y compromiso economistas como María Pazos o Cristina Carrasco, deja bien claro que necesitamos otro modelo de “contrato” que nos permita superar el sistema sexo/género y que de manera urgente supere las divisiones masculino/femenino, público/privado, productivo/reproductivo y razón/emoción. Lo cual implica superar a su vez el paradigma del “hombre económico” como el sujeto sobre el que hemos construido las referencias políticas, jurídicas, culturales y hasta simbólicas de nuestras sociedades. En este sentido, y recordando a Gloria Steinem, el feminismo no pretende que las mujeres cojan un pedazo de pastel más grande sino hornear un nuevo pastel. Un pastel que no será posible mientras que no organicemos la economía en torno a lo que es de verdad importante para la gente.
Frente a unos políticos ocupados en satisfacer las necesidades del mercado, y frente a un sistema que ha convertido la competencia en la clave interpretativa del mundo, necesitamos una nueva definición de lo Humano, necesariamente atravesada por el género, el cuerpo, la posición social o la experiencia vital de cada uno. Una definición que subraye, además, nuestra interdependencia, nuestra condición de seres “carentes” y, por tanto, la necesidad que tenemos de los otros. De ahí que debamos empezar por superar las múltiples huidas que caracterizan al hombre económico: de la inseguridad, de la debilidad, de las diferencias o del cuerpo y las emociones. En definitiva, como sentencia Katrine Marçal, “para que la economía pueda solucionar los problemas de la especie humana, es imprescindible que no siga fijándose ciegamente en una fantasía masculina en la que hay un solo sexo”.
Como bien concluye la autora, Margaret Douglas, la madre de Adam Smith, es la pieza que faltaba al rompecabezas. Ella, y todas las Margaret que en el mundo han sido y son, nos demuestran que “el secreto mejor guardado del feminismo radica en lo relevante que un enfoque feminista resulta a la hora de buscar una solución a nuestros principales problemas económicos convencionales”. No basta pues, con añadir mujeres a la mezcla y agitar. Hace falta reformar nuestras sociedades, economías y políticas. O, lo que es lo mismo, “hemos de decir adiós al hombre económico y construir una sociedad que dé cabida a una concepción más amplia e integradora de lo humano”. Lástima que la mayoría de nuestros políticos, y bastantes políticas, todavía no se hayan enterado.
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