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El acento
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Ni un euro público más para sangrar animales

La clave está en elevar las normas de seguridad en los festejos hasta niveles disuasorios y suspender al ayuntamiento en el que haya un solo muerto por cogida

Jesús Mota
Un cazador, a punto de disparar a un toro en Coria (Cáceres)
Un cazador, a punto de disparar a un toro en Coria (Cáceres)

Durante las fiestas de San Juan en Coria, una localidad de unos 15.000 habitantes en el norte de Cáceres, un vecino del pueblo cercano de Moraleja resultó muerto en 2015 tras recibir varias cornadas de un toro; este año, otro ciudadano tuvo que ser intervenido por cornadas de consideración, también durante los sanjuanes. Coria, ciudad con catedral, inicia por decirlo así el circuito veraniego de fiestas en las que se da caza y captura a los toros; en la localidad cacereña se suelta un morlaco en un circuito cerrado de calles por donde campa a sus anchas el animal y a veces mata o hiere a alguien de entre los festejantes. O provoca espectáculos obscenos, como, por ejemplo, la imagen difundida el año pasado en la que un cazador, a corta distancia, daba matarile a un toro despistado. Este año tampoco ha faltado en la fiesta la dosis de sangre y vísceras desparramadas. Un toro embistió con demasiada fuerza contra una talanquera, quedó allí empotrado tripa arriba y tuvieron que liquidarlo de forma expeditiva.

El honrado concejo de la ciudad (gobierna el PP, gran constructor de rotondas inservibles que confieren a la arteria principal de la ciudad un trazo de columna vertebral con escoliosis) observa la serie sangrienta como el que oye llover. Ante la cuestión de los muertos y heridos, algo que debería preocupar a cualquier munícipe, la respuesta, avalada por la gran mayoría del pueblo que solo vive para el toro, es siempre la misma: “El que va a los sanjuanes sabe a lo que va”. Es decir, los organizadores no son responsables y el Ayuntamiento menos que nadie.

Y, sin embargo, un Ayuntamiento tiene la obligación primordial de garantizar la seguridad de sus ciudadanos, incluso en contra de la opinión del paisano que desea participar en una fiesta peligrosa; precisamente por esa obligación, las autoridades públicas no admiten el suicidio. Una muerte por asta de toro en un festejo indica claramente que no se han tomado las debidas medidas de seguridad y bastaría, en un país democrático (es decir, no dominado políticamente por impulsos tribales o totémicos), para que la autoridad superior (el parlamento autonómico o, en su defecto, el nacional) suspendiese el Gobierno municipal responsable de haber dejado morir a una persona.

Y no es que Coria sea un caso único; sólo es un punto más en la sanguinolienta y densa geografía de fiestas con toros, cabras, vino barato, calor y moscas tabaneras. Ah está el caso del toro de la Vega y su descuartizamiento ritual —felizmente prohibido— o los corre bous con teas encendidas, entre otros desmanes aplaudidos por el común, para demostrarlo. Los ayuntamientos no pueden resistir la presión de una franja de votantes que, por pequeña que sea, es relevante en el ámbito local. Si se quiere acabar con esta red de torture porn animal, es obligado que desde instancias superiores se vigile la financiación pública de los festejos públicos con toros(hasta su eliminación); elevar las normas de seguridad hasta niveles disuasorios; y suspender al gobierno municipal donde se produzca una muerte por cogida. Ni un euro de dinero público más para sangrar animales.

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