¿Votando corruptos?
Son muchas cosas las que meter en la urna: ideología, afiliación partidista, el interés por un tema concreto, la evaluación de la economía...


Con el escándalo del ministro Fernández Díaz regresa una pregunta que ya resulta familiar: ¿por qué los corruptos no se hunden más profundamente en las elecciones? La respuesta clásica y conformista, “es que en España somos así”, resulta tentadora. Pero insostenible. Para empezar, sí ha existido cierta penalización: a nivel local, hacia el PP, hacia CiU e incluso hacia el PSOE. Se observa una correlación en las encuestas entre la preocupación por la corrupción y el voto a Podemos. Aunque en esencia no somos tan distintos de nuestro entorno: la mayoría de estudios comparados muestran escaso (mas no nulo) castigo electoral a la corrupción. Hay buenas razones para ello.
El voto es un instrumento complejo. Son muchas cosas las que meter en la urna: ideología, afiliación partidista, el interés por un tema concreto, la evaluación de la economía… La corrupción es solo una más. Si, por ejemplo, la preferencia ideológica de ciertos votantes es fuerte y no hay una alternativa clara en el menú, ¿qué pueden hacer? Ni Ciudadanos ni Podemos son sustitutos perfectos de las viejas formaciones. Es comprensible que muchos decidan dar prioridad a sus ideas e intereses.
España vive, además, una época de trincheras que se trasladan al debate público y a los medios, de manera que para muchos votantes resulta poco creíble o interesante lo que se dice fuera de sus foros de confianza. Saltar una zanja ideológica es un trabajo arduo.
En este contexto cabe preguntarse si es buena idea insistir en el voto como arma última contra la corrupción. Una democracia fuerte debería disponer de otras, más poderosas: una judicatura eficaz y apartidista; unas instituciones más sólidas e independientes; y una información de mayor calidad para alimentar un debate rico y transparente. Paradójicamente, es la coalición resultante del 26-J la que debe tomar medidas para reforzar estos mecanismos. Así que, al final, el votante sí tiene responsabilidad en la lucha contra la corrupción. Pero esta tiene más que ver con saltar zanjas y pedir reformas que con usar una papeleta como mero instrumento de castigo.
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