¿Por qué no ha sido posible el pacto?
La reválida de junio ofrece la segunda oportunidad a un sistema político más inclusivo
El nuevo ciclo político que se las prometía tan felices tras las elecciones generales de diciembre pasado ha terminado de manera prematura. Para muchos ciudadanos y analistas lo ha hecho, además, desde un tremendo fracaso, ya que no ha desembocado en la formación de un Gobierno. La ruptura del bipartidismo no ha conseguido, hasta el momento, volverse real y operativa; visible ante la ciudadanía, el mercado y la comunidad internacional. El cambio no se ha consumado. Y, como si de un estudiante rezagado se tratase, no queda otra que acudir a la reválida de junio.
Muchos, sin duda, achacarán la disolución del Parlamento a cuestiones estratégicas que tienen que ver con los cálculos racionales de las direcciones de los partidos. Las expectativas de mejora electoral, de pescar en electorado ajeno, las encuestas que así lo confirman, desmienten o todo lo contrario; los posibles costes o beneficios de tal o cual pacto para la supervivencia del jefe de filas… La política se explica aquí, casi en exclusiva, desde la misma política, desde la lucha encarnizada por alcanzar y mantener el poder. Desde un juego de trileros.
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Pero, aunque parezca increíble en los tiempos que corren, es posible entender el atasco parlamentario que estamos viviendo desde otra perspectiva. Existe una parte importante de la investigación académica, principalmente gestada desde la sociología política, que entiende la actividad representativa como una acción sujeta, también, a una serie de condicionamientos de grupo.
El cálculo racional de las élites –que existir, como las meigas, existe– queda supeditado entonces a una serie de bases sociales que dan sustento a la actividad política. La imposibilidad de formar un Gobierno pactado, creo yo, constituye la manifestación más clara de la existencia y relevancia de tales condicionamientos y su capacidad para constreñir la actividad de las élites partidistas.
Existen en la sociedad corrientes de opinión, cosmovisiones, ideas sobre cómo deberían hacerse las cosas que son recogidas y, muchas veces, incentivadas por los partidos. En este sentido, podemos entender la actividad política democrática como una especie de guerra civil sublimada, de batalla por hacer las cosas de una determinada manera frente a un ramillete de alternativas posibles.
Si durante siglos la pugna se solventaba en el terreno del derramamiento de sangre y el exterminio, la fórmula democrática gestiona el conflicto de intereses inherente a toda sociedad de manera diferente: los que pierden en las urnas no lo pierden todo, no son borrados del mapa por los ganadores, gozan de sucesivas oportunidades para revertir la situación. Precisamente por ello aceptan la victoria ajena y, por añadidura, la propia derrota. Y los que ganan reconocen también el derecho a la legítima oposición política. Aquí reside la grandeza de la democracia: permite gestionar de forma racional el conflicto social.
A menudo queremos pensar que la política es (o debería ser) acuerdo, estrechamiento de manos y palmadas en el hombro. Sin embargo, conviene tener muy presente que contiene también una dosis nada desdeñable de conflicto y desacuerdo, reflejo, ni más ni menos, de las fracturas existentes en toda sociedad. Y no pasa nada.
El fracaso tendría más que ver con la pluralidad social, la politización de cuestiones nuevas y su traslado al sistema representativo
No queremos dar a entender que lo social sea un lugar de lucha irreconciliable, bronca perpetua y tendencias autodestructivas. Pero sí un sitio en el que la pluralidad de intereses están al orden del día. Nuestra condición, en tanto que seres sociales, así parece ser: nos agrupamos para defender mejor aquello en lo que creemos y para darnos cuenta de que unos ciudadanos están con nosotros y otros no.
En este sentido, parece contraproducente analizar la falta de acuerdo del Parlamento español como un fracaso consecuencia de la actividad individual de unos diputados o líderes de diputados cuyas acciones se mueven a golpe de encuesta y reelección. El fracaso, si nos empeñamos en denominarlo así, tendría más que ver con la pluralidad social, la politización de cuestiones nuevas (la “casta”, la corrupción del viejo sistema, su escasa representatividad, por ejemplo) y su traslado al sistema representativo.
Un sistema de partidos ampliado merced a la irrupción de nuevas demandas e intereses necesita tiempo para encontrar puntos de unión, formas de alcanzar un consenso, aunque sea de mínimos, entre lo nuevo y lo no tan nuevo. Un pacto que, por la propia naturaleza de la sociedad que venimos describiendo, no resulta nada fácil. Aunque, desde luego, tampoco imposible.
En este tendido de puentes entre grupos con intereses tradicionalmente representados y los sectores sociales emergentes, las élites de los partidos disponen de una tarea formidable por delante. No se trata de parasitar la vida política moviendo a sus respectivos partidos hacia lo que a ellos les conviene, sino de establecer prioridades, ordenar preferencias y liderar una estrategia para conseguirlo.
Se espera de ellos que sean capaces de “priorizar prioridades” dentro de sus grupos de apoyo y, sobre todo, de ponerlas en relación con las de otros sectores análogos o potencialmente análogos. Compete a los líderes superar la visión fragmentada de los grupos que les han dado vida y contemplar a la sociedad como un todo reconociendo la necesidad de entendimiento con otros grupos cercanos y sus apoyos partidistas. El pacto político es pacto social.
Pero, en la medida en que la negociación intergrupal tiene lugar a través de líderes parlamentarios, sucede que muchas veces la ambición personal compite con la representación de los intereses grupales. Es decir, la política es una mezcla de ambición de los representantes y de representación de los intereses. Un cóctel agitado con sabor ambivalente.
Podemos entender la repetición de elecciones, la reválida de junio, no solo como el fracaso de una clase política enzarzada en una egoísta lucha por el poder, en un juego de estrategias cuyo único horizonte es la supervivencia política, el chiringuito de cada cual. También podría verse como el resultado de una pugna social ampliada en la que desde las Navidades pasadas más voces, intereses y demandas han sido incluidas en el sistema político. Y, claro, el encaje y la negociación se vuelven más complicados. Como el motor de esa moto recién estrenada que necesita un período de rodaje para que todas sus piezas se acoplen y funcionen sin romperse.
La pelota vuelve ahora al tejado de la ciudadanía. De las urnas depende una segunda oportunidad a este sistema político más inclusivo, aunque también más torpe de reflejos, o la vuelta a fórmulas representativamente más pobres pero mucho más eficientes.
Antón R. Castromil es profesor de Sociología en la Universidad Complutense de Madrid.
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