¿De la tribu?
Después de haber conducido camiones ilegales y huido de una prisión mortal, le perdí la pista
Hacía seis años que no nos veíamos. A pesar de la muleta, me pareció muy recuperado. Me tranquilizó la luz irónica de sus ojillos entrecerrados y cubiertos de arrugas. Había pasado mucho tiempo en el remolino de la confusión. Tras separarse de su mujer, entró en ese tobogán que tiene un comienzo excitante y pronto se convierte en una caída sin control. Después de haber conducido camiones ilegales y huido de una prisión mortal, le perdí la pista en algún estado mexicano donde trabajaba de camarero, aunque era ya viejo para esa tarea. Al regresar a España todo cambió de golpe.
Quiso el azar que se encontrara con una novia antigua, justamente la que abandonó para casarse. La mujer, ya pasados los 50, lo miró con regocijo cariñoso. “No has cambiado nada, sólo te has muerto varias veces”, dijo. Mi amigo constató que nadie le juzgaba con mayor gentileza y comenzaron a salir. Era regresar a muchas cosas. La casa abandonada, la novia abandonada, la ciudad abandonada, pero aún le faltaba conocer otro abandono.
Poco después ella le dijo: “Cuando te casaste yo estaba embarazada. Me lo callé porque no habrías sabido qué hacer, pero al niño se lo dije en cuanto cumplió 13 años, así que te conoce. ¿Quieres conocerlo tú ahora?”. Mi amigo aseguró que inmediatamente quería conocerlo. Y al salir de su casa, aquella noche, lo atropelló una moto.
Una vez superado el coma, el cirujano le advirtió de que iba a quedar cojo, pero que le esperaba su silla de ruedas. Señaló al pasillo. Un muchacho de unos 20 años sostenía las manillas y le miraba desconcertado. No le cupo ninguna duda. Desde entonces no se han separado. “Hay más clases de amor que las que conocí de joven”, me dijo. Luego se alejó renqueando.
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