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Gastronomía | EL ALMA DE LOS FOGONES

Doña Julia, guisandera tradicional

‘Asturianos’ es un añejo bar-restaurante madrileño, especializado en platos de cuchara, con una clientela fiel desde hace medio. Su cocinera es la maravillosa culpable.

En la minúscula cocina de un pequeño restaurante madrileño hay una guisandera que, desde hace 50 años, prepara el plato más conocido de Asturias con un sazón alabado, incluso, por la cúpula de la gastronomía española. Día tras día, esta mujer ataviada con su infaltable gorro blanco y su mandil de cuero cuece a fuego lento puñados de alubias blancas, puestas a remojar un día antes, a los que agrega embutidos como chorizo, lacon y morcilla. Lo hace a primera hora de la mañana, pues sabe que al mediodía una legión de comensales abarrotará las pocas mesas de su establecimiento y pedirá, sobre todo, los fabes que la han hecho famosa.

Julia Bombín, doña Julia para todos, nació hace 73 años en Mambrilla de Castrejón, un pueblo de Burgos que ella recuerda como “chiquitín y muy bonito” y en donde, cuando era niña, en plena posguerra, sus padres solían darle una naranja o un caramelo y a ella le parecía “tener la mejor cosa del mundo” en las manos. No guarda en su memoria serías dificultades de aquella época. “En los pueblos de Burgos todo mundo sembraba cebada, patatas, trigo, viñas… teníamos gallinas y huevos, conejos… Es decir: lo básico no nos faltó”, dice una fría mañana en su restaurante, sentada debajo de una pizarra verde en la que está apuntada con tiza blanca una lista de vinos.

Lo que no tenían en casa en aquel entonces era luz eléctrica. “Nos alumbrábamos con candiles, que tú no sabrás lo que es, a los que le echaban aceite a una mecha y con eso se encendían. Recuerdo ver siempre en las calles a varios machos, el cruce de caballo y burro, que usaban los hombres para trabajar la tierra. Mi padre era carpintero y herrero. Todos, mi madre, mis dos hermanos, él y yo, vivíamos en el piso de arriba y abajo estaba la carpintería”, abunda. Cuando cumplió 16 años se fue a vivir a Valladolid y ahí aprendió a coser y zurcir. Pero no tardó en emprender un nuevo viaje, esta vez a Madrid, para vivir con su hermana y su cuñado tabernero. Ese fue su primer contacto con la hostelería y en se sitio su vida tomaría un nuevo rumbo, pues fue ahí donde conoció a su marido que, poco después, abriría Asturianos, la taberna que hoy conserva su aura original.

De fachada gris, este establecimiento ofrece comida a la gente desde 1899, según cuenta Alberto Fernández Bombín, hijo de doña Julia. “Está acreditado que desde ese año esto ya era una tasca. Pertenecía a una señora llamada Argentina, cuyo marido era sereno. Y toda la estructura se conserva tal cual. La barra está donde estaba, el comedor que está al fondo sigue siendo igual. Hace 20 años hicimos una reforma con muy poquito dinero aprovechando el espacio y la distribución que teníamos”, apostilla sentado frente a su madre.

Doña Julia disfruta ir, de vez en cuando, a los restaurantes más reputados de Madrid. Pero le parece que los cocineros de esos lugares “se valoran demasiado.”

Belarmino Fernández, patriarca de la familia y fundador de este bar-restaurante, salió de Asturias cuando tenía 13 años de edad y llegó a Madrid para trabajar en una taberna. “Estuvo en varios locales, muy cutres, donde todo se hacía a mano, y no había lavavajillas, y sólo había agua fría, nunca caliente; donde pasaba hambre y se comía hasta pájaros crudos, de hambre que tenía. Porque antes los jefes no te daban de comer o te daban poca comida. Pero fue subiendo, subiendo, y como quería poner su propio bar, pues aprendió a cocinar. Luego fue él quien me enseñó a cocinar, porque yo no sabía nada. Y lo pasé fatal porque él era muy perfeccionista. Y era muy mandón, el asturiano”, dice doña Julia acerca de su marido, quien falleció hace casi ocho años. “Aprendí a cocinar con él a fuerza de llorar, sufrir, llorar, sufrir. Y ya llevo en esto muchos años. Algunos platos que se sirven hoy aquí él me los enseñó. Y otros mis hijos, porque ellos también me han modernizado.”

Había pasado un mes de la boda de la pareja cuando, en el verano de 1965, abrieron juntos el restaurante. Obreros, oficinistas, periodistas, escritores, deportistas… fueron atraídos con facilidad por los guisos asturianos. Belarmino y Julia, que desde entonces vivían en el mismo edificio donde se ubica el restaurante, comenzaban a trabajar sobre las seis de la mañana. “Mi marido y un camarero daban una copa de té, que era un jarabe que se hacía caliente y la gente lo tomaba con una copa de coñac o con una copa de anís. Se daba muchísimo porque el té se regalaba y estaba caliente. Luego, a eso de las diez y media, venía la gente de las oficinas y se tomaba un pincho de tortilla, de calamares, boquerones, jamón. Mi marido subía a echarse la siesta de cinco a ocho de la tarde, mientras yo me quedaba aquí. Y me subía a casa a eso de las 10 de la noche. Así todos los días. Y si no hacía eso todos los días, me aburría”, cuenta doña Julia que, a sus 73 años, se niega rotundamente a jubilarse. “Porque yo soy una persona a la que no le gusta salir y no tengo muchas amigas. A mí, lo que me gusta, es trabajar, Además, estoy bien de la cabeza, sana… Ya está: a seguir trabajando”, remata.

Hace dos décadas, sin embargo, su destino en los fogones pareció tambalearse. “Mi esposo comenzó a estar enfermo y quería dejar el negocio. A mis hijos no les gustaba la hostelería y ninguno quería esto. Al final le dijeron a su padre: ‘si nos dejas hacer lo que queramos y mamá se queda con nosotros, nos quedamos. Y aquí estamos, no sé hasta cuándo, pero aquí estamos”, dice con firmeza doña Julia. Alberto y su hermano dejaron sus respectivos trabajos, en una tienda de ropa y en un taller de prótesis dentales, respectivamente, y se esforzaron por impulsar el negocio familiar.

“Dijimos: el concepto de bar de toda la vida ya está obsoleto. Es decir: antes la gente vivía en los bares, familias enteras pasaban el día aquí. Después, la clase media emergente comenzó a salir menos, pero a comer y beber mejor. Antes la gente tenía trabajos duros y necesitaba muchas calorías. Se tomaba una fabada y luego unos callos, un vino… Eso ha cambiado. Comemos menos, pero mejor. Lo que hicimos fue quedarnos con los mejores platos de mi madre e introducir platos un poquito más delicados. Guisos tradicionales pero desengrasados. Productos estacionales. Mi hermano y yo hicimos unos cursos de sumilleres y comenzamos a traer vinos de todo el mundo para ofrecer a nuestra clientela, en una copa maravillosa a la temperatura correcta, pero sin tanta pompa. Y así nos adaptamos a los nuevos tiempos”, especifica Alberto. “Y a mí también me modernizaron”, interviene doña Julia. “Él único mérito que tenemos mi hermano y yo es haber sacado la gran cocina que mi madre llevaba dentro. Alguien que corre mucho puede ganar maratones con ayuda de un entrenador. Era lo que mi madre necesitaba. Cocinaba bien y podía hacerlo mejor y la fuimos guiando. También encontramos mejores proveedores con mejores productos. Nada más”, zanja su hijo.

En Asturianos, la fabada, el pote de berzas y las verdinas con marisco forman una trilogía imprescindible. Pero también puede comerse morcillo estofado con patatas fritas, sardinas marinadas en sidra o con sopa de tomate, carpaccio de rape con caviar de erizos y vinagreta de arbequina, ensalada de bacalao ahumado y pollo de corral estofado con manzana. Y de postre: flan de queso fresco o mousse de chocolate con aceite de oliva, pimienta y sal de Maldon. Con un menú como este, hasta The New York Times ha recomendado el local en su web de viajes. No obstante, doña Julia sostiene que no suele comer lo que ella prepara. “Yo como mal. Porque, al estar todo el día en la cocina, me atiborro. Mejor me como un pedazo de chorizo con pan, que me sabe a gloria, y procuro estar siempre probando algo”, señala.

Sus hijos han empezado a recopilar sus recetas y, quizá, lleguen a publicarlas en un libro. Mientras tanto, ella sigue aprendiendo y disfruta ir, de vez en cuando, a los restaurantes más reputados de Madrid. Pero le parece que los cocineros de esos lugares “se valoran demasiado.” Hoy su jornada de trabajo es de nueve a cinco y, cuando se siente harta de estar en la cocina, va a la sala y conversa con alguien o se sienta a leer el periódico. Algunas veces, para distraerse, una de sus empleadas la acompaña al teatro o a los toros. Es aquí, y no en su casa, donde convive más con su familia. “Hasta la Nochebuena la celebramos aquí”, dice doña Julia antes de meterse en la cocina para ver si ya está listo su potaje de garbanzos. Porque ya casi es la hora de comer.

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