Melilla como ejemplo
El modelo puede ser útil para la crisis de refugiados, pero hay mucho que mejorar
Hace apenas un año, la existencia de una valla con concertinas en Melilla y la devolución en caliente de los migrantes que lograban saltarla suscitaban severas críticas de las instancias comunitarias a las autoridades españolas. La guerra de Siria y la crisis de los refugiados han cambiado tanto las dimensiones del problema y su percepción en Europa que la actuación española en Melilla es observada ahora como un modelo a estudiar e incluso imitar. La realidad, sin embargo, no es unívoca, como puede verse en el extenso y profundo trabajo de investigación publicado por EL PAÍS en los últimos días. Si bien es cierto que algunos aspectos de la política aplicada pueden ser útiles para gestionar la crisis de refugiados que vive Europa, sería un error caer en la autocomplacencia y no ver las muchas carencias y aspectos criticables del modelo.
Entre los aspectos positivos figuran, sin duda, las políticas de contención en origen. Hace 10 años España tuvo que gestionar en solitario y apenas sin ayuda la mayor oleada de migración económica de ese momento. Hay que recordar que en un solo verano, el de 2006, llegaron a las costas canarias más de 40.000 personas en cayucos. La aplicación de programas de información y de ayuda al desarrollo en los países de partida, especialmente Mauritania y Senegal, permitió frenar los flujos y evitar peligrosas travesías que se cobraban muchas vidas. Esas actuaciones han demostrado ser eficaces para abordar la migración económica, pero actuar sobre las causas de la actual llegada masiva de refugiados a Europa va a ser mucho más complicado: requiere intervenir sobre las guerras y conflictos que la provocan.
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En el fenómeno de las migraciones, cada vez que se cierra una ruta, otra se abre. Con el tiempo, la presión que sufría Canarias se desplazó hacia Melilla. Gestionar ese nuevo foco no ha sido fácil. España ha basado la protección de su frontera africana en unos acuerdos con Marruecos que incluyen la devolución en caliente de los migrantes, pero ni el alcance ni las contraprestaciones de la colaboración son del todo transparentes. Como ocurre con el acuerdo de la UE con Turquía, España considera a Marruecos un país seguro, pero las organizaciones humanitarias no tienen constancia de la suerte que corren los migrantes rechazados o retornados.
Si nos atenemos a los resultados, puede decirse que la gestión de fronteras ha sido eficaz, pero al precio de mirar para otro lado en lo relativo a las obligaciones morales y éticas que deben presidir las políticas migratorias y de asilo. Y a costa también de una escasa generosidad. El objetivo ha sido la disuasión; evitar que los refugiados lleguen, y si llegan, que se vayan lo más pronto posible. Los datos así lo demuestran: hasta ahora apenas han llegado 18 de los más de 19.000 refugiados que España debe acoger según el plan de reasentamiento de la UE; y de los más de 10.000 sirios que han llegado a través de Melilla entre 2012 y 2015, el 90% han terminado pidiendo asilo en otros países de Europa. Ahora apenas hay ya peticiones.
La contribución de España a la resolución del problema sigue siendo ínfima y no acorde con su peso económico y su responsabilidad internacional. La política aplicada puede considerarse un éxito en contención en las fronteras, pero no en criterios humanitarios. Ha logrado que los 12 kilómetros de triple valla que protege la ciudad de Melilla sean infranqueables, pero Europa no puede extender este tipo de fortificación a todo su perímetro. La crisis de los refugiados requiere otro tipo de respuestas, comenzando por una política común de asilo generosa y respetuosa con los derechos humanos.
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