Sánchez
Nunca ha sabido explicar por qué optó desde el principio por una alianza minoritaria e inviable, despreciando otra viable y aritméticamente superior
Se dice que la primera impresión es la que cuenta, y a veces es verdad. La primera impresión que tuve de Pedro Sánchez fue que era un hombre muy guapo. Después me pareció además anodino, un político gélido, incapaz de emocionar, pero esa segunda impresión no me duró mucho. Siempre he admirado a los fajadores, a los resistentes, y admiré su determinación a sobrevivir, a conservar su liderazgo en un partido tan difícil como el suyo, marcado históricamente por el canibalismo entre compañeros. Pero la resistencia deja de ser una virtud cuando no va acompañada por el coraje, y se convierte en una práctica masoquista si no obedece a un plan firme, inspirado por la inteligencia de los buenos cálculos. Los de Sánchez no sólo no han sido buenos. Han sido muy malos. Nunca ha sabido explicar por qué optó desde el principio por una alianza minoritaria e inviable, despreciando otra viable y aritméticamente superior. Y si esa decisión no la tomó él, le ha faltado el valor de plantarse, de decirle a los barones del PSOE, muy bien, pues yo me voy, gestionad vosotros esto. Sin inteligencia, Robinsón Crusoe no habría sobrevivido en una isla desierta ni una semana. Los grandes fajadores sólo ganan combates cuando poseen una reserva de fuerza y el arrojo de emplearla jugándoselo todo a una carta. Encajar contra las cuerdas un golpe tras otro no es resistir, es fracasar. Ahora, el PSOE se enfrenta a una coyuntura insólita, la de probar su propia medicina, una ley electoral concebida para penalizar a la tercera fuerza electoral, la injusta medida que los socialistas han mimado y protegido durante décadas. Y al cabo, Sánchez sigue siendo un hombre muy guapo. Pero, como suelen decir las abuelas a sus nietas, la belleza no le va a dar de comer.
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