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Tribuna
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Un cambio de época

Nunca antes había circulado tanta información y nunca hubo tantas incógnitas

Manifestación organizada por la iniciativa "Juventud sin Futuro" en Madrid.
Manifestación organizada por la iniciativa "Juventud sin Futuro" en Madrid.Bernardo Pérez (EL PAÍS)

Los macrodiagnósticos sobre esta época envejecen al minuto. Es como si algo estuviese por venir y no sabemos qué, mientras que el presente tan huidizo está sobrecargado de síntomas contradictorios, en busca de una fórmula definitoria para lo que se avecina. En buena manera, somos sociedades que van pasando por el escáner y el electrocardiograma, por la radiología económica, por los índices de transparencia y de inestabilidad. Esa tal vez sea parte del problema, como el de un convaleciente conectado a tantos detectores de temperatura, estrés, metabolización, presión arterial o densidad sanguínea que por fuerza ha de acusar algún nuevo mal. Día sí día no el Fondo Monetario Internacional revisa sus previsiones y en el actual ensayismo el porcentaje de profecías fallidas tiene algo de tragicomedia intelectual. Nunca había circulado tanta información y nunca hubo tantas incógnitas. Deseamos ensanchar las perspectivas y nos quedamos en el selfie.Chocan las civilizaciones y a la vez convergen.

Cuando uno se queda desconcertado ante tantas fosilizaciones repentinas y giros tan bruscos que dan vértigo, sería hora de decirse: “Es otra época, estúpido”. Anteriormente, los grandes ciclos se acompañaban de una nueva concepción del arte, del románico al gótico o al barroco. Esa una diferencia de la época que da signos de comenzar: la desintegración del arte, la devaluación de la continuidad civilizatoria. Al mismo tiempo, aquellas fases solían solaparse en el inicio y al final. Hoy hemos decidido no acumular tradiciones. Ahí está el panorama de una Unión Europea que es una creación institucional titánica y sin embargo, por un hiperdiagnóstico fatalista, entra a menudo en fases maníaco-depresivas, hasta el punto que los nuevos populismos reclaman su desmantelamiento y extinción.

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¿Cuándo damos por finalizada la secuencia de una época y logramos intuir los paradigmas de otra? El optimismo racional choca con la descripción de tantos declives nacionales y de civilización. De repente, todos los lideratos son delicuescentes, regresivos, átonos o catastróficos. A pocos minutos de un bombardeo, pasan unos drones, fotografían la ciudad humeante y ya tenemos en titular de los informativos de televisión. Es como si huyéramos de los patrones familiares, al modo de quien salta del buque encallado. El tatuaje pretende otra belleza, otra forma del deseo. La cocina deconstructiva nos desliga de antiguos sabores. Nos negamos a repetir el pasado y al mismo tiempo las modas son retro. Al fin y al cabo, ¿quién podía suponer que el héroe de la nueva derecha dura europea fuese un hombre fuerte del KGB como es Putin?

¿Es eso una sociedad civil o una sociedad de cada vez más inarticulada, inconexa? Es otra época, estúpido. Vivimos un nuevo mix de identidades. La anti-política está negando la sociedad civil. En 1840, al analizar la democracia en América, Tocqueville habla de nuevo despotismo, una forma de tiranía que es una fuerza tranquila que no rompe con las voluntades sino que las ablanda. La conexión de egoísmos perturba la idea de un bien común. Seremos ajenos al destino de los demás. No hay conciudadanos o no los vemos, no queremos conocerles. Es el riesgo de despotismo soft, el monstruo dulce. Pueden ser otros estilos de vida, pero también anomia, desconcierto, repliegue narcisista y la afirmación de las políticas del ilusionismo, tan atractivas a primera vista tal vez porque ofrecen soluciones para lo que no las tiene o, al menos soluciones que no resuelven nada sino que lo empeoran.

El mantra es la democracia participativa. Vemos tres aproximaciones muy distintas, antitéticas: según la primera, la política al uso está condenada y hay que sustituirla, por el asambleísmo popular, la video-democracia, la gran deliberación digital. Otra aproximación es que la democracia participativa contribuye de modo complementario a la regeneración de la vieja política. En tercer lugar está la posibilidad de que la democracia participativa altere los fundamentos de la democracia posible. En la Unión Europea estamos ante un retorno al apego a las soberanías nacionales por parte de sectores de la población que se sienten sobrepasados por la sospecha de que fuerzas impersonales controlan su destino, menguan su capacidad adquisitiva y destruyen autoestima nacional con errores de escenificación tan aparatosos como los hombres de negro de la troika que viene a corregir las cuentas. No sabemos todavía si ese es un síntoma pasajero o un nuevo paradigma. Seguimos con el termómetro puesto, a disposición del escáner, en una época escrutada al nanosegundo.

Valentí Puig es escritor.

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