Ático
Ignacio González habla ya como un personaje de Paul Auster
Sigo con interés natural, semipornográfico, el curso de las indagaciones sobre el ático de Ignacio González. Pocos asuntos me despiertan ahora mismo una pasión parecida y ninguno representa mejor la vida pública española, no digamos la privada. Hay tantas cosas ahí metidas que a veces me imagino en el falso techo al cardenal Bertone viviendo de los fondos de un hospital infantil, como una especie de bonus track. Por eso cuando en la última entrega, conocida anteayer mismo, Ignacio González dijo que compró su ático mediante conversaciones telefónicas y correos electrónicos, sin llegar a conocer nunca al comprador del piso, pensé automáticamente en Paul Auster.
Yo también he soñado en protagonizar la trilogía de Nueva York y comprarle una casa a un señor al otro lado del teléfono, disuelto en sociedades, mientras me encargan que me espíe a mí mismo para documentar mis pasos. Y que en esa lógica austeriana entrase de forma natural una indemnización propia de trabajadora de astilleros para mi mujer, por 636.000 euros netos, con la que comprar una casa fantasma. Por eso cuando ayer González dijo que su actuación en la compra fue “legal y clara” no tuve ninguna duda de que hablaba ya como personaje de Nueva York, alejado de las circunstancias insoportables de un presidente de la Comunidad de Madrid. Bien es verdad que pudo haber dicho que compró el ático por Wallapop.
La casa levanta una conducta que trasciende el ámbito privado: la que aconseja comprar propiedades con enorme pulcritud pública. A esta generación de políticos se les cayó la justicia encima como se le cayó la muerte a los de la heroína creyendo que todo iba a ser siempre así. Ellos actuaban de acuerdo a lo que consideraban “legal y claro”; por legal y claro entendían la voz de un señor por teléfono y unos correos que bien podía estar enviándolos el mismo nigeriano que promete un pene más largo; al fin y al cabo es lo mismo. Por eso se agradece la ausencia de ingenuidad de Enrique Cerezo cuando le enseñaron las grabaciones telefónicas. Dijo que no se reconocía y luego advirtió, con perspicacia, que lo mismo eran imitaciones.
Ese efecto imitación, ese movimiento pantalla en todas las acciones de un ático que ha caído del cielo en mitad de una vida afortunada, delata un tiempo feliz en el que no se justificaba nada. Cuando el mérito que se reconocía, como dijo Auster en Smoke, es el de impostar: “La mentira es un verdadero talento. Para inventarse una buena historia, una persona tiene que saber apretar todos los botones adecuados. Yo diría que tú estás en lo más alto, entre los maestros”. Sigue siendo así.
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