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Coordinado por Gonzalo Fanjul y Patricia Páez

Un año después de la muerte de 800 inmigrantes, Europa sigue batiendo récords

Gonzalo Fanjul

El 18 de abril de 2015 un barco cargado de refugiados e inmigrantes que hacía la ruta entre Libia e Italia naufragó dejando 28 supervivientes y al menos 800 muertos, entre los cuáles se encontraba un importante grupo de niños. La tragedia de Lampedusa marcó un nuevo hito en la cronología de la crisis y provocó la habitual cumbre apresurada de ministros del interior, indignados por la actividad de unas mafias cuyo negocio debería pagar royalties a las instituciones europeas.

Un año después, seguimos batiendo récords. Hace pocos días,varios centenares de refugiados e inmigrantes fueron rechazados en la localidad fronteriza de Idomenei (Grecia) por fuerzas policiales macedonias que hicieron uso de gases lacrimógenos, pelotas de goma y bombas aturdidoras. El recurso al material pesado de antidisturbios contra una población inerme de mujeres, hombres y niños que escapan de la guerra y la persecución constituye la última de una colección de decisiones en la que países europeos -dentro y fuera de la UE- han cruzado líneas rojas que ignoran sus obligaciones legales y humanitarias. Desde el goteo constante de muertes en el mar a la violación casi estructural de los derechos de los niños a lo largo de su tránsito, las excepciones han dejado de serlo para convertirse en parte consustancial a la norma del modelo migratorio europeo.

El reto de la gestión global del movimiento de seres humanos no es ajeno a las posiciones ideológicas de los actores sociales, incluyendo su legítima interpretación de las características que definen la identidad de Europa. Pero, como en cualquier otro asunto público, este debate comienza donde terminan las leyes y las obligaciones internacionales. Ignorarlas en este caso supone debilitar la legitimidad y la credibilidad del proyecto europeo en otros muchos ámbitos de la gestión global donde las necesitamos desesperadamente. Supone olvidar todas las lecciones que Europa y el resto del mundo han aprendido de forma dolorosa en tragedias previas como la guerra civil española y mundial, la crisis de los balseros vietnamitas o los conflictos étnicos de Ruanda y Balcanes. El hecho de que algunos líderes europeos en países como Alemania y Suecia hayan actuado en consecuencia con estas lecciones demuestra que no lo soñamos y sugiereuna reflexión inquietante acerca de la UE misma: ¿hubiésemos respondidomejor por separado?

Una vez más, necesitamos recordarnoslos hechos que deberían constituir el punto de partida de cualquier debatesobre este asunto:

  1. Lo que a menudo denominamos poblaciones “masivas” de refugiados e inmigrantes en las fronteras de Europa constituye en realidad una pequeña fracción de quienes se desplazan de manera forzosa en el conjunto del planeta. De acuerdo con los datos de ACNUR, solo 1 de cada 20 desplazados forzosos se encuentra en suelo europeo.
  2. La experiencia de esta y otras crisis de refugiados es que los “sellados” de las fronteras tienen efectos prácticos escasos y temporales, porque los incentivos de la movilidad son más poderosos que la capacidad de los Estados de destino para detenerlos. Tras el acuerdo con Turquía y el comienzo de las repatriaciones desde Grecia, los flujos migratorios se han ido adaptando y ya es posible identificar una revitalización de las rutas a través del Mediterráneo central y occidental, incluyendo el Estrecho de Gibraltar.El establecimiento de vías seguras continúa siendo la solución más práctica y ética a este problema.
  3. En la gestión de esta crisis las autoridades europeas están sujetas a las obligaciones derivadas de las normas internacionales, incluyendo la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados y la Convención de los Derechos del Niño.El acuerdo con Turquía circunvalaestas obligaciones; la posibilidad de replicarlo en el Estado semi-fallido de Libia, como piden ahora algunos miembrosde la UE, es un mal chiste.
  4. Existen alternativas creativas y eficaces al enfoque actual, basadas en la experiencia de más de medio siglo de gestión de flujos de refugiados y migrantes. Todas ellas pasan, sin embargo, por un sistema de definición y reparto de cuotas radicalmente más generoso y equilibrado del que la Unión Europea ha sido capaz de concebir hasta ahora. Solo rompiendo la regla del mínimo común denominador Europa podrá hacer frente a este reto.

Cuando dentro de algunos años echemos la vista atrás y nos preguntemos en qué momento debimos haber actuado para paliar la catástrofe que se desencadena a las puertas de nuestros pueblos y ciudades, la respuesta es hoy. Hoy estamos a tiempo de reconsiderar una deriva cuestionable desde el punto de vista ético, legal y práctico. No se trata de proponer una política de puertas abiertas o de cargar sobre nuestras espaldas una responsabilidad mayor de la que nuestros Estados pueden soportar. Pero antes de llegar a ese punto es posible tomar una serie de decisiones basadas en hechos que multipliquen el compromiso de Europa en esta crisis, eleven la respuesta a la altura de sus capacidades y devuelvan a sus gobiernos y ciudadanos el sentimiento de decencia que muchos hemos perdido.

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