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MIRADOR
Columna
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Símbolos

Cada vez que Rajoy y Aznar aparecen sentados al lado del presidente del Real Madrid aumentan los independentistas y los antimadridistas

Julio Llamazares

La presencia del Rey emérito en el palco del estadio Bernabéu en la eliminatoria de Champions entre el Madrid y un equipo alemán no llamaría la atención si al día siguiente también se hubiera sentado en el del Calderón —a idéntica distancia que el Bernabéu de su residencia— para asistir al partido de la misma competición europea entre dos equipos españoles (no uno, sino dos): el Atlético de Madrid y el Barcelona.

Por supuesto que el Rey emérito está en su derecho, como los presidentes del Gobierno y los ministros, de tener sus colores futbolísticos (lo que resulta significativo es que los del PP sean mayoritariamente madridistas siempre), pero no debe olvidar que en cuanto rey, aunque sea emérito, representa a todos los españoles y no sólo a los que comparten sus preferencias por un equipo concreto. Por eso debería cuidar sus comparecencias en determinado palco, como debería hacer lo mismo el Gobierno de la nación. Cada vez que Rajoy y Aznar aparecen en la televisión sentados al lado del presidente del Real Madrid aumentan los independentistas catalanes, vascos y gallegos y los antimadridistas en general.

El filósofo alemán Gadamer, discípulo de Heidegger, sostiene en un ensayo sobre arte, La actualidad de lo bello: el arte como juego, símbolo y fiesta (Editorial Paidós), que lo simbólico tiene su esencia en su autosignificado y que ello vale para cualquier especie de símbolo, ya sea este religioso, político o cultural. En el caso de los nacionales, que son los símbolos que una nación adopta como representativos de sus valores e historia, ese autosignificado se hace más fuerte, pues con ellos pretende identificarse ante las demás naciones y aglutinar a la vez a sus habitantes, creando en ellos un sentimiento de pertenencia. Así la bandera o el himno, pero también ciertos tópicos y mitos (que España es diferente, por ejemplo, o el sol y el toro como la demostración de ello) y, por supuesto, sus selecciones deportivas, que acostumbran a ser sus máximas catalizadoras. Basta ver cómo cantan el himno nacional los aficionados de Francia o Argentina o cómo vibran en sus estadios los alemanes o los ingleses en medio del oleaje de sus banderas. Pero cuando, como ocurre aquí, lo nacional se confunde a menudo, más que con la Selección nacional (hago la excepción aquí de cuando ésta ha ganado títulos, aunque ni siquiera en esos momentos la adhesión a ella ha sido completa: hay zonas en las que los lamentan en lugar de celebrarlos), con un equipo concreto y ello sucede con la colaboración de todos, del Rey abajo y del primer al último seguidor, es que alguna anomalía padece. Valía para los tiempos del No-do y continúa valiendo hoy.

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