Isfahán, la plaza más bella de Irán
La plaza del Imán de Isfahán es la más grande de Irán y una de las de mayor superficie de todo el mundo. Un maravilloso espacio urbano al que los iraníes acuden a hacer pic-nic o a montar en calesa. Una visita imprescindible en todo viaje por Irán.
Si como aseguraba el arquitecto estadounidense Phillips Johnson, “la arquitectura es el arte de derrochar espacio”, los urbanistas del Sha Abbas, el monarca safávida que regía los destinos de Persia en el siglo XVII, lo derrocharon a conciencia. Nagshs-e-Jahan, la plaza del Imán, es la más excelsa demostración del urbanismo civil persa. Un gigantesco espacio urbano, de 510 metros de largo por 165 de ancho, hecho para impresionar. Uno de esos lugares obligatorios en la agenda de todo viaje por Irán.
La plaza no es solo una demostración de tamaño. Lo es también de armonía. Sus cuatro frentes están recorridos por una misma fachada de dos alturas, con puertas idénticas coronadas por el arco persa en la planta baja, y arcos ciegos del mismo estilo, en la superior. Los cuatro único elementos que rompen la simetría de las arcadas están también colocados de manera estratégica: la inconmensurable mezquita del Imán –toda recubierta de azulejos vidriados- tiene enfrente la puerta monumental del bazar. Y la más pequeña pero no menos trabajada mezquita Lotfollah queda justo enfrente del palacio Ali Qapu, la residencia real, a cuyo balcón conviene subir al atardecer para deleitarse con el espectáculo de la cortina de luz dorada apagándose mientras lame lentamente los arcos de la fachada.
La solemnidad de los edificios de Nagshs-e-Jahan contrasta con el jolgorio popular que se vive en ella. A los iraníes les encanta hacer pic-nic. Y una hermosa plaza como ésta, con el suelo de mullida hierba, es un lugar perfecto. Nagshs-e-Jahan es un bazar a cielo abierto de las intimidades populares. Si el clima acompaña, se ven familias enteras tumbadas sobre alfombras en la hierba. Chicas modernas, llegadas probablemente de Teherán, con el pañuelo prendido de manera imposible en el moño y más maquillaje que una fallera, comprando gafas de sol en alguna de las tiendas del bazar. Hay largas colas para montar en unas trasnochadas calesas que dan una vuelta rápida a la plaza. Y colas también frente a las heladerías; los iraníes se pirran por el helado. Y por el fast food. Hay niños corriendo y parejas de novios inmortalizándose con un palo-selfie. Hay turistas locales y casi igual numero de vendedores de alfombras. Hay bullicio, hay calor, y mucho color. Hay tiendas de especias, de joyas, de cerámicas, de telas... tan recargadas de género que la clientela tiene que pedir la mercancía desde el exterior. Del bazar, que empieza en la plaza y se prolonga por otros cinco kilómetros de callejuelas abovedadas, entra y sale una multitud compacta como en la boca de un metro en hora punta.
Nagshs-e-Jahan, la gran plaza de Isfahán, es el teatrillo de las variedades mundanas iraníes. Un lugar hecho para la solemnidad donde sin embargo se escenifica a diario la colorida existencia de un país del que los occidentales pensamos erróneamente que es todo negro.
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