Un galán
No hay que esperar para hacer un homenaje al enfermo desahuciado
Mi escena favorita de Truman ocurre cuando el protagonista se mea y dice, lleno de rabia: “Yo era un galán, Tomás”. Se explica con humor una decadencia muy sentida: la del galán que se hace pis. Algo tan natural, lo de hacerse pis, que ni siquiera hace falta ser galán. Pero si uno es galán, Tomás, y se mea delante del bar, deja que decida él solo.
La película enseña algo: la burocracia de una despedida. Ha tenido muchas lecturas y todas poéticas, o emocionantes, o artísticas; yo la vi como un inmenso ejercicio de superación personal. Los obstáculos que uno ha de salvar no ya para morirse, que ahí incluso hay que batirse con Dios y el Estado, sino para dejarse morir. El amigo concienciado, desde luego, pero también el shock de los agentes externos, como los médicos, que le hacen sentir a uno extraterrestre.
Ninguna moda resiste mejor el paso del tiempo, y ninguna sigue produciendo la misma turbación que la muerte. Lo que Dani Alves ha dicho de Cruyff, por ejemplo (“no había que esperar para hacerle un homenaje”), lo pienso cuando escribo de alguien cercano que se ha muerto: ¿por qué hemos esperado a que no lo puedan ver? Me veo en el pasillo del hospital asediando al médico: “¿ya puedo escribir?”. Con la expectación de que, en lugar de decir las cosas más lindas, lo voy a poner a parir.
Hay casos inevitables (accidentes, infartos, crímenes), aunque bien es verdad que alguna vez, antes de que un amigo emprendiese un viaje, le dejé en el bolsillo su obituario “por si pasa algo”. Y también es verdad que alguna de esas piezas me gustó tanto, la escribí con tanto cariño y me quedó tan redonda, que ya me la imaginaba publicada en el periódico; siempre hay un poco de decepción —una decepción muy delicada, elitista, monstruosa— cuando recibo noticias de mi amigo. Porque de alguna manera, más pronto que tarde, voy a tener que actualizar el texto.
En el caso de Cruyff, sin embargo, Alves lleva más razón. Y sin embargo, aún es más complejo. De eso habla Truman: de la reacción de la sociedad ante la presencia de un hombre que se muere. Salvo que sean familiares cercanos, nunca decimos adiós. O peor: como no sabemos qué decir, lo evitamos; ese trato de fantasma que merece el protagonista entre conocidos.
Yo tengo la sensación de que no se escribe lo suficiente sobre enfermos desahuciados haciendo explícito que se mueren, ni de que les estemos organizando las suficientes fiestas, llenas de gente, para darles el cariño que merecen. Y eso es una pequeña victoria de la fe, siquiera por convención, sobre la ciencia.
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