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Tribuna
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El mito de la democracia participativa

Dedicarse a la gestión de lo público significa asumir las responsabilidades de tomar decisiones, acertar o equivocarse.

Imaginémonos que estamos dentro de un avión, preparados para iniciar el vuelo, cuando por la megafonía del avión oímos el siguiente mensaje: “Señoras y señores pasajeros. Bienvenidos a bordo. Les habla el comandante. Hemos decidido que este avión va a ser tripulado democráticamente. Así que, por favor, díganme cómo debo mover los mandos de la cabina, porque vamos a hacer lo que ustedes nos digan”. Seguramente la primera reacción será la de decirle al comandante que abra las puertas porque nos bajamos.

Esta anécdota se la oí contar muchas veces a un profesor mío, que la utilizaba para ilustrar que, aunque podamos estar de acuerdo en que la democracia es el mejor sistema para gobernar sociedades, no significa que todas las comunidades humanas deban ser gobernadas democráticamente.

En los últimos tiempos parece que se ha puesto de moda la democracia asamblearia, y la necesidad de someter a plebiscito cualquier medida que pueda resultar conflictiva o impopular. Tengo mis dudas de si tal ejercicio no será más bien una estratagema de quienes tienen el poder para escabullirse de sus responsabilidades.

Se ha puesto de moda la democracia asamblearia, y la necesidad de someter a plebiscito cualquier medida que pueda resultar conflictiva o impopular

En un sistema democrático, cada determinado número de años los miembros de esa sociedad que tenemos derecho a votar acudimos a las urnas para elegir a nuestros representantes y a quienes van a asumir las tareas de gobierno. Los candidatos acuden con sus propuestas y programas, y los electores, con unas reglas de elección claras y prefijadas, decidimos a quienes damos esa responsabilidad.

Pero luego, en la toma de decisiones diarias, los ciudadanos no tenemos la información suficiente, ni los criterios para ponderar esa información como para poder tomar una decisión razonable y razonada. Para eso están quienes dijeron que querían gobernar y que iban a dedicarse a ello si les dábamos nuestra confianza.

Cada vez que veo a algún cargo público diciendo que una determinada decisión -ya sea ver por dónde pasa el tranvía, con quien se alía o a cuántos refugiados acoge- no puede tomarla él, sino que debe preguntarse a toda la ciudadanía, me entran ganas de decirle como al comandante del avión: “Oiga, ¡yo le he pagado para que sea usted el que pilote la nave! Así que cumpla usted con su obligación, que yo ya he cumplido con la mía”.

Dedicarse a la gestión de lo público significa asumir las responsabilidades de tomar decisiones, acertar o equivocarse. Esconderse tras las faldas de un plebiscito para evitar tomas decisiones impopulares o como estrategia para proteger los propios intereses demuestra –más que una alta sensibilidad democrática- una falta de coraje preocupante. Tiene poco de política y mucho de demagogia.

Joan Fontrodona es profesor de Ética Empresarial. IESE Business School

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