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El acento
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

No se escuden en un cruel dios electoral

Las urnas recogen millones de decisiones personales y por tanto, no puede hablarse de un mandato de los electores

Al decir de algunos dirigentes y/o charlistas profesionales, las complicaciones políticas en España derivan de la indecisión del pueblo soberano en las urnas. De sus argumentos puede deducirse que la sociedad actúa como un conjunto de individuos que se conciertan para atribuir encargos a los candidatos que concurren a las elecciones. Se ha dicho que “los españoles” —así, en bloque— votaron en contrade las mayorías absolutas, se cargaron el bipartidismo o mandataron a los políticos para que formasen un Gobierno de coalición.

Pues no. En unas elecciones generales, las urnas recogen decenas de millones de decisiones personales. Por más que cada votante discuta con familiares, amigos y correligionarios, se exponga al bombardeo de las campañas publicitarias o abrace efusivamente la moda de los tuiteos y facebuqueos múltiples, no es verdad que el electorado “decida” la creación de una situación ingobernable. No le corresponde la culpa del injusto castigo del que se cree víctima Mariano Rajoy, ni la derrota que Pedro Sánchez administra como si hubiera sido victoria, ni el impulso conquistador de cielos propio de Pablo Iglesias; tampoco se le debe a “los españoles” en su conjunto la decisión de dar a Albert Rivera, el 20-D, menos votos de los que habían previsto las encuestas.

Cada uno de los más de 25 millones de votantes del Congreso optó, entre las papeletas de los partidos, por una de ellas (o por votar en blanco): es el papel identitario que les concede la norma electoral y en eso consiste su capacidad de decisión. Por cierto, un número tan grande relativiza la argumentación de Rajoy sobre la importancia de los siete millones de votos que él representa o las alusiones de Iglesias a los cinco millones de votantes de Podemos. Son muchos, pero su obligación es la de pensar en muchas más personas, en el conjunto del país.

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Hace ya casi 30 años que Manuel García Pelayo —que fue el primer presidente del Tribunal Constitucional— nos descubrió a España como un “Estado de partidos”. En la práctica, no se puede dar un paso en la política sin la aquiescencia de algún partido. Por eso mueven a la risa los argumentos de los que se lamentan de los resultados electorales. Si no hay solución de gobierno es por la contumacia, el miedo o la impericia de los dirigentes, y no porque los electores les aten con decisiones imposibles.

Es fácil refugiarse en un listado de “200 medidas”, o en la crítica al mismo, para no tener que contarle al pueblo —a “la gente”, dirían los de Podemos— cómo se compaginan tan magnas intenciones con la presión para reducir el gasto público en 20.000 millones de euros; o su alternativa, rebelarse contra las instituciones europeas. O cómo se reforma para evitar desgarros en varias autonomías. Mucho depende de los partidos, de sus líderes, y no hay que buscar excusas en la voluntad de un cruel dios electoral. De las urnas del 20 de diciembre salió lo que salió y no es probable que haya cambios sustanciales si hay que votar el 26 de junio.

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