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madres, padres e hijos

El segundón

Cristóbal es el segundo y relata sus vivencia y relación con su hermano, el primogénito

Javier Salvatierra

Hola, me llamo Cristóbal, nombre ficticio, por supuesto. Tengo seis meses.

Define "segundón" la Real Academia de la Lengua:

1. Hijo segundo de la casa.

2. Hijo no primogénito.

3. Persona que ocupa un puesto o cargo inferior al más importante o de mayor categoría. En esta última, la RAE tiene el detalle de añadir que se trata de una acepción de uso "coloquial".

En las familias de rancio abolengo, prosapia y tronío, sobre todo en el pasado, el segundón era poco más que un bastardo. El primogénito se llevaba la parte del león de la herencia -los títulos, las rentas, las tierras, la cubertería fina, la plata y la cristalería de la abuela-, mientras que los nacidos después tenían que conformarse con las migajas, si las había. A mis seis meses, ya me he dado cuenta de que soy un segundón. Os cuento unas cuantas cosas y lo vemos.

Por empezar, empiezo por el nacimiento. Mi hermano mayor hizo amago de venir al mundo de madrugada, como debe ser. Mis padres salieron de la cama que ni sabían dónde estaba la puerta de la habitación, cogieron el coche, estoy seguro de que la documentación no, corrieron al hospital y allí les dijeron que para qué las prisas, que la cosa estaba verde. Debieron de verles, no obstante, cara de primerizos -me consta que mi padre estuvo catatónico hasta el primer cumpleaños de la criatura- porque les dejaron quedarse y, tras quince horas de hacerse desear, nació mi hermano. Se aseguró en ese tiempo la atención de todos. A mí me dio por nacer una tardecita de verano y mira que avisé, con una ruptura de aguas de película. Pues, nada, hubo que esperar a que se presentaran los abuelos para no dejar solo en casa al tate -¿quién demonios es responsable de este palabro?- o llevarle a un hospital, oh, no, qué horror. En tres horas había nacido, ya veis, casi me mandan para casa el mismo día. A donde me mandaron fue al nido la primera noche, no fuera que mis padres me cogieran cariño. No te creas que protestaron, los jodíos.

Ya en casa, empecé a darme cuenta de por dónde iban los tiros. Me colocaron en una cunita cuyo colchón tenía, curiosamente, la forma de mi hermano. No me quedaron más cáscaras que adoptar su postura. Hacía un calor del diablo, pero, como algo había que llevar puesto, algo de ropita me pusieron. ¿De quién? De mi hermano. Toda. Este es un aspecto que no ha cambiado en este tiempo, salvo contadas excepciones -gracias, compañeros, amigos y otros outsiders que me han regalado prendas a estrenar. ¡Qué suavecitas!

Pese a mis denodados esfuerzos, que yo también sé gritar, he pasado muchas horas a solas con mis reflexiones. Si mis datos son correctos, el primogénito estuvo bajo vigilancia 7/24 durante muchos de sus primeros meses. He escuchado relatar a mi madre una preciosa anécdota según la cual ni siquiera se duchaba estando de baja hasta que no llegaba mi padre de trabajar, por no dejar al heredero a solas. Mi amado padre, mucho más arrojado, lo colocaba al lado de la ducha. La higiene de mis padres, en cuanto a mi se refiere, ha mejorado muchísimo. En la mencionada cunita estuve hasta que los pies me colgaban, porque lo de montar la cuna grande... ¡qué pereza! Sé de buena tinta que ambas cunas estaban instaladas en mi casa antes de que mi hermano naciese. En cualquiera de las dos, salvo honrosas excepciones, me las he tenido que arreglar para dormir como he podido. Han practicado conmigo una suerte de método Estivill de fabricación casera consistente en tumbarme, ponerme un chupete -al principio no los podía ni ver- y aguzar el oído para, desde el otro lado de la casa, saber mi opinión. Sé que existe un intercomunicador-proyector musical que fue compañero inseparable de mi hermano en sus primeros tiempos porque una vez mi madre lo mencionó al buscar el cargador de otro aparato. Humidifica-¿qué?

Ya que menciono el humidifica-nosequé, tampoco se ha andado mi parentela con demasiado remilgo con eso de la desinfección. Estuvieron esterilizando biberones y demás como mucho tres meses, mientras que a mi hermano le esterilizaron hasta el uniforme del primer año de cole. Mi resistencia a los virus es mayor que la suya, eso sí, porque cosa que se me cae al suelo, cosa que me devuelven tras una sacudida asi, como de soslayo, pese a que tengo el vicio insuperable de metérmelo todo en la boca, así sea una batería de coche, qué queréis que os diga, dicen que es la edad. Si el primogénito tenía la ocurrencia de dejar caer algo de sus manos, acudían prestos Mulder y Scully, os lo juro. Mamá y papá, además, debían de tener en garantía un detector de evacuaciones, porque no pasaba mojado/embarrado el tío ni dos minutos. No me extiendo en escatologías: sólo digo que he gastado la mitad de pañales que mi predecesor.

Y ya, por no aburrir, termino con la comida. No es que coma mal, no, mis magras carnes lo atestiguan. Ahora, si hubiese sido difícil para este menester, no sé qué gallo me habría cantado. Al mayor hasta le bailaban la sardana para que comiese -mi padre representaba un numerito perfectamente ridículo para que se tragase el puré, ya sabéis, aquello de "con un poco de azúcar esa píldora que os dan..."- y los biberones estaban constituidos con agua mineral o esterilizada exactamente a 38,13 grados. Yo me los he tomado fríos, ardientes e incluso recalentados, con agua hervida, mineral o del grifo, según el caso. Mis purés de fruta llevan plátano, pera, manzana, una galleta y un chorrete de zumo de naranja de brick. Y están buenísimos, oiga. Sé que los de mi hermano tenían hasta aroma de papaya y, si no había naranjas o mandarinas para hacer zumo, se movilizaba hasta al Gobierno valenciano. Del de verduras estoy empezando a disfrutar ahora. Antes, si lo quería, bien. Si no, biberonazo y a dormir.

Bueno, pues eso, a dormir. Os dejo. Si alguno quiere hacerme compañía con sus experiencias, encantado estoy de escucharle, a ver si las penas compartidas son menos, como con pan. Y que conste que a mis padres les quiero...

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