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Tribuna
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Naciones y naciones

Al abogar por la divisibilidad de España y ni siquiera plantearse la de Cataluña, Podemos menosprecia el legítimo sentimiento de pertenencia a la nación española que profesamos muchos catalanes

Una de las propuestas más controvertidas de Podemos es la creación de un Ministerio de la Plurinacionalidad, cartera inexistente que Pablo Iglesias ya ha concedido avant la lettre a Xavier Domènech, líder de la confluencia catalana En Comú Podem. Domènech dice que el “reto” es “la construcción de una propuesta que haga factible la plurinacionalidad de España” y que, en ese marco, “se mantiene la propuesta del referéndum”.

Para Podemos el reconocimiento de la plurinacionalidad de España se basa en instituir el derecho a la autodeterminación de sus partes integrantes. Instituir un derecho, que no reconocerlo, porque para reconocerlo este debería tener una base preexistente mínimamente consolidada. Es decir, la plurinacionalidad según Podemos consiste en trasladar al pueblo catalán, gallego o, en su caso, a cualquier otro que lo reclame con suficiente intensidad la soberanía del conjunto del pueblo español que reconoce la Constitución de 1978. Reconoce, que no instituye, la Constitución porque la soberanía nacional del conjunto de los españoles no es un invento de 1978, sino una realidad social, política y jurídica que se ha ido forjando, con relevante participación catalana por cierto, a lo largo de nuestro proceso constitucional, al menos desde las Cortes de Cádiz de 1812, cuyo primer presidente fue el catalán Ramon Llàtzer de Dou y uno de sus máximos exponentes, el también catalán Antoni de Capmany.

De Llàtzer de Dou y Capmany a Miquel Roca y Jordi Solé Tura, pasando por el general Prim, Francesc Pi i Margall y Estanislau Figueras, ninguno cuestionó jamás la unicidad de la soberanía nacional ni la realidad de España como nación. No está de más recordar hoy que la participación catalana ha sido entusiástica y decisiva en todos y cada uno de los momentos cruciales de nuestra historia constitucional como nación en sentido moderno, en la progresiva conformación de España como comunidad de ciudadanos libres e iguales en derechos y obligaciones, que se reconocen entre sí. Ese reconocimiento mutuo, con sus correspondientes ventajas y renuncias recíprocas, tiene como prerrequisito la existencia de un único cuerpo político soberano: el pueblo español. La decidida participación catalana en la conformación de ese espacio de convivencia y de solidaridad entre ciudadanos echa por tierra la pretensión compartida por Podemos y los partidos nacionalistas de que Cataluña se convierta de súbito en sujeto del derecho a la autodeterminación, lo que en la práctica supone nada menos que la negación de la soberanía del pueblo español.

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Reconocer el derecho de las partes integrantes de España a abandonar el proyecto común en cualquier momento implicaría debilitar sobremanera la estabilidad de ese espacio de convivencia y de solidaridad entre ciudadanos, supeditando su continuidad a cuestiones tan coyunturales como la discrepancia ideológica entre un Gobierno autonómico y el Gobierno central. De ahí que no haya en el mundo ningún Estado democrático digno de tal nombre que reconozca el derecho a la autodeterminación de sus partes integrantes en los términos en los que lo plantean los nacionalistas y Podemos, es decir, como un derecho absoluto a la secesión territorial que implique la divisibilidad del todo y al mismo tiempo blinde la indivisibilidad de las partes.

Esa es la principal debilidad de la defensa del llamado derecho a decidir como una exigencia democrática y no como lo que en realidad es: un subterfugio nacionalista. Se explica que para los nacionalistas Cataluña sea una nación, un fenómeno natural preexistente, mientras que España es solo un Estado, un aparato contingente y por tanto prescindible. Pero lo que no se entiende es que Podemos lo suscriba. A muchos nos puede parecer calamitosa la pretensión de Podemos de instituir la divisibilidad de España amparándose en el principio democrático, pero si defendieran lo mismo para Cataluña o el País Vasco, su pretensión sería al menos coherente, igualmente calamitosa pero coherente al cabo.

Eso es, de hecho, lo que prevé la célebre Ley de Claridad canadiense (2000), de la que por cierto Domènech se declara “admirador”. Aprobada después del segundo referéndum de Quebec (1995), la Clarity Act, lejos de favorecer la celebración de más referéndums secesionistas, ha supuesto en la práctica un obstáculo insalvable para los nacionalistas quebequeses, que han visto limitadas sus posibilidades de confeccionar una secesión al gusto. Ahora no solo deben plantear una pregunta clara y alcanzar mayorías reforzadas tanto de participación como de votos a favor, sino que además deben asumir que de la misma manera que Canadá no es indivisible, tampoco lo es Quebec. Por supuesto es discutible, pero es la única forma equitativa y radicalmente democrática de plantear el derecho a decidir sin hacer acepción de naciones y, lo que es más importante, sin discriminar a nadie por su sentimiento de pertenencia nacional.

Al abogar por la divisibilidad de España y ni siquiera plantearse la de Cataluña, Podemos menosprecia el legítimo sentimiento de pertenencia a la nación española que profesamos muchos catalanes, por no hablar de la mayoría de los españoles no catalanes. Parece que para Podemos solo tiene sentido hablar de plurinacionalidad cuando hablamos de España en su conjunto, como si el fenómeno no se diera con especial intensidad en Cataluña o el País Vasco. Poco parece importarles eso a los dirigentes de Podemos, tan mediatizados en su aproximación a la pluralidad constitutiva de España por la visión filonacionalista de los dirigentes de sus múltiples confluencias.

Ignacio Martín Blanco es politólogo y periodista

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