Dos puñaladas que merecen una explicación
No caben ya más excusas. Los campos de fútbol de cualquier nivel no pueden acostumbrarse al manejo de armas blancas
Pío Baroja argumentaba con vehemencia que si bien los hombres (la especie) habían conseguido asombrosos progresos científicos y técnicos hasta el siglo XX, su calidad moral no era muy diferente de la de sus antepasados del Paleolítico. Don Pío observaba los comportamientos cobardes o violentos y sacaba conclusiones. Son muchos los filósofos que han identificado el mal absoluto, ese que se atribuye a Satán, con la violencia. El episodio vivido (o casi fenecido por uno de sus protagonistas) en el campo malagueño de San Ignacio en el partido que jugaron el CD El Palo y el Alhaurín de la Torre B, de Tercera, invita a deprimirse en el pesimismo antropológico. Al final del partido, un jugador de El Palo sujetó a otro del Alhaurín, Samuel, mientras un segundo jugador del equipo palense le asestaba dos puñaladas en el tórax, cerca del corazón. Samuel se ha salvado de la muerte y sus agresores están identificados y a disposición judicial.
Con retórica y una pizca de énfasis se puede construir solemnemente una invocación a que se investiguen y erradiquen las causas de la violencia en el fútbol. ¿Quién no apoyaría tal pretensión? Pero es una tarea difícil. La percepción de la violencia está desenfocada; no nace por generación espontánea en los jugadores, sino que germina y crece en una atmósfera que los envuelve y malea. El tóxico se compone a partes iguales de una mala educación deportiva desde los equipos infantiles; de la inoculación de dosis de rencor mezcladas con el excipiente de la competitividad, pequeñas en principio, pero que actúan como vacunas para admitir dosis mayores, hacia el otro equipo; y de la conducta vandálica de una parte de los públicos de esos campos de Dios (incluso de Primera), donde se zahiere y agrede a colegiados y linieres, a los rivales y a sus seguidores como si fueran reos de colonia penitenciaria en el siglo XVIII, como potenciador. El jugador a quien no se le ha enseñado desde alevines a distinguir entre intensidad y agresión cede fácilmente al reclamo de la brutalidad. Como diría Jessica Rabbit con donaire: “No soy mala, es que me han dibujado así”.
No caben ya más excusas de sociología de tocador. No dice verdad el presidente de El Palo B, Juan Godoy, en su análisis de las puñaladas: “El problema está por encima de lo deportivo y es consecuencia de la sociedad en la que vivimos”. De eso nada. Las puñaladas en el San Ignacio tienen causas, nombres, apellidos y aun apodos, culpables y responsables. Acusar a la sociedad es mala maniobra evasiva; la sociedad está en todos y, sobre todo, en los más próximos.
Dos puñaladas en el tórax definen algo más que “violencia deportiva” al uso: constituyen un acto criminal que merece una respuesta articulada. Se trata de que los campos de fútbol de cualquier nivel no se acostumbren al manejo de armas blancas. La culpabilidad personal la determinará el juez, como es de cajón. Pero va siendo hora de que comparezcan en el escenario los componentes del entorno de este acto, desde entrenadores y educadores hasta directivos del club. Por favor, que nos aporten su explicación de cómo hemos llegado a las navajas.
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