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Tribuna
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La sonrisa del des(a)tino

La propuesta socialdemócrata, a la que se ha apuntado Podemos, necesita una reflexión crítica para rehacerse como proyecto político. Si no están de paso por la socialdemocracia, los nuevos izquierdistas tienen que responder a estas urgencias

Manuel Cruz
NICOLÁS AZNÁREZ

Empecemos por una constatación fronteriza con lo obvio: un determinado acontecimiento, por celebrado como positivo que pueda resultar, no convierte en igualmente positivo y bueno todo lo que viene después, aquello a lo que abre paso. Así, por poner un ejemplo que pueda servir de inicial ilustración, hubo casi total unanimidad en celebrar la llamada caída del Muro como un triunfo de la libertad política y de la democracia, y no creo que hoy hubiera, ni remotamente, parecida unanimidad (más bien al contrario) en la valoración, pongamos por caso, de la figura de Putin, o de los actuales Gobiernos de Hungría o Polonia.

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Salvando todas las diferencias —que las hay, en cantidad y calidad— también se dio un amplio acuerdo a la hora de considerar que el 15-M de 2011 significó un grito de saludable indignación por parte de amplios sectores sociales, duramente castigados por la crisis y que hasta ese momento no habían encontrado la manera de plantear en la plaza pública su profundísimo malestar. Pero de ahí no se desprende, y menos de manera automática, que la situación política en algún sentido propiciada por aquellas protestas merezca la misma consideración que el detonante que las hizo estallar.

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Como es natural no estoy intentando establecer una relación causa-efecto con el hecho de que en el otoño de ese mismo año se produjera la victoria por mayoría absoluta del Partido Popular. No albergo dudas respecto a que la clave para explicar el triunfo de Mariano Rajoy se encuentra más en la reacción frente a la pésima gestión que llevó a cabo José Luis Rodríguez Zapatero de la crisis que en las protestas primaverales mencionadas. Con todo, no habría que descartar que una reflexión sosegada sobre la relación entre ambos momentos (el del desorden y el del orden) arrojara una cierta luz sobre la realidad de la sociedad española.

El partido de Iglesias ha de recorrer la distancia que hay entre indignación y argumentación

Lo que de veras me interesa plantear es una pequeña reflexión sobre el significado de la irrupción en la escena política española de una nueva fuerza de izquierda, Podemos, que se ha arrogado el monopolio de la representación de aquella ciudadanía indignada, autoproclamándose la voz de quienes hasta ahora no habían conseguido hacerse oír. No es poco, ni banal, lo que se pone en juego en semejante irrupción. Se trata de pasar del aludido grito a la palabra, de la queja a la propuesta. O, si se prefiere (por qué no decirlo), de recorrer la distancia que separa la indignación de la argumentación.

La distancia se podrá recorrer con mayor o menor celeridad, pero, en todo caso, no puede ser obviada. Porque, por más cargado de razón que pudiera estar aquel grito, la política obliga a que dicha razón sea mostrada en público. Y es ese insoslayable momento el que parece estar planteándole algunos problemas importantes a esta fuerza emergente, no siendo el menor el de la ineludible elaboración del diagnóstico de la situación sobre la que pretende incidir.

Dejemos, pues, de lado el asunto, ya sobradamente comentado, de los abundantes volantazos político-ideológicos que ha ido dando Podemos, olvidemos sus propias referencias al leninismo amable o sus identificaciones con lejanos regímenes políticos poco afines a un modelo clásico de democracia liberal, y aceptemos esa autoubicación en el terreno de la socialdemocracia que parece estar siendo, al menos hasta el momento, la definitiva. Al aceptarla, el debate ya no puede seguir planteado en los añejos términos entre posibilistas y utópicos (o maximalistas), entre reformistas y revolucionarios o cualquier otra contraposición semejante. Tanto es así que incluso en alguna ocasión Pablo Iglesias ha declarado, para subrayar que su partido no está fabulando ningún horizonte político y social inalcanzable, que en realidad a lo que aspira es a que vuelva a haber en España lo que ya hubo bajo los primeros Gobiernos de Felipe González (al que Iglesias, por cierto, durante un tiempo excluía cuidadosamente de sus críticas hasta que el expresidente decidió dedicarle un brutal exabrupto, comparándolo con Aznar). Y por si hiciera falta remachar el clavo, el líder de Podemos suele reiterar que el problema que tiene con las direcciones socialistas no es tanto lo que ellas proponen como el abismo que separa tales propuestas y las actuaciones posteriores.

La categoría ‘casta’ ha sido abandonada; ahora la diferencia entre Podemos y el PSOE es cuestión de fe

La pregunta inevitable que, llegados a este punto, no queda otro remedio que plantear es: ¿y por qué razón dejó de haber lo que había?; ¿simplemente porque unos dirigentes incompetentes o corruptos traicionaron su ideario de izquierdas y se dedicaron a destruir lo que, por cierto, ellos mismos habían contribuido de manera determinante a crear? Por supuesto que si los responsables de Podemos hubieran mantenido los planteamientos con los que se dieron a conocer, la respuesta sería la de atribuir a la condición de casta de los cuadros socialistas todos los males ocurridos desde hace un tiempo. Pero como la categoría ha sido abandonada, sin que quienes hasta ayer mismo lo utilizaban profusamente hayan proporcionado la menor explicación de su abandono (¿ha dejado de haber casta o ya todo es casta?), ahora parece que la respuesta de recambio es un acto de fe, de corte más bien esencialista: ellos por definición no son de fiar, mientras que nosotros, en cambio, sí.

En todo caso, que para tales preguntas los líderes de Podemos parezcan carecer de respuestas mínimamente satisfactorias no es en el fondo lo más grave. Mucho más importante es lo que ni siquiera parecen haberse planteado (puesto que ni lo nombran). Y es que, más allá de los innumerables errores que en el pasado haya podido cometer el PSOE, hay un problema que sobrepasa a este partido en sentido estricto para afectar a la propuesta socialdemócrata en cuanto tal. Porque es evidente que esta necesita, con carácter de máxima urgencia, llevar a cabo una profunda reflexión crítica que le permita rehacerse como proyecto político para estar en condiciones de enfrentarse a la brutal embestida del capitalismo en su actual fase de desarrollo. ¿O es que acaso en el resto de países europeos gobernados por partidos socialdemócratas sigue habiendo lo que había hace décadas?

Si nuestros nuevos izquierdistas no son capaces ni siquiera de medirse con todos estos interrogantes, habrá que empezar a pensar que, en el fondo, también la socialdemocracia es para ellos una estación de paso, y en tal caso quedarían obligados a responder a la pregunta del millón: de paso, ¿hacia dónde? (si es que lo saben).

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona.

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