Una casa por encima de mis posibilidades
FOTO: Rafael Vargas. Villa Andrea de Oscar Tusquets.
La casa por encima de sus posibilidades es un recurrente personaje secundario en la novela Corazón amarillo sangre azul (Tusquets) en la que Eva Blanch retrata los últimos días de la genial escritora Esther Tusquets, su cuñada. En ella además de muchos nombre de las letras españolas camuflados hay un personaje secundario que es la casa de un arquitecto. Villa Andrea es la vivienda que Óscar Tusquets se ideó para instalar en ella su despacho y un jardín de aromas y sonidos que busca inspiración en los jardines árabes. Esa casa, con una medusa de mosaico en el suelo del baño y nubes decorando el techo del estudio, ha sido también el escenario de un renacer personal del hombre reconvertido en padre y en pintor profesional.
Blanch sitúa en ese escenario, que es su casa, un hilarante desfile de árabes que ahora la quieren comprar, ahora se lo piensan mejor. “Estoy padeciendo dos problemas a la vez. Una crisis económica mundial y que estoy pasado de moda. (---). “A día de hoy mi casa está por encima de mis posibilidades”. “Tener una casa con jardín en Barcelona es muy caro”. “El mundo cambia, la diseñé pensando que iba a ser mi casa definitiva, que iba a morir en ella”.
“Para mí cualquier tipo de arquitectura, sea cual sea su función, es una casa. Sólo proyecto casas, no arquitectura. Las casas son sencillas. Siempre mantienen una relación interesante con la verdadera existencia, con la vida”. ¿Están de acuerdo? Esta declaración del único premio Pritzker chino, Wang Shu, es una idea entre utópica, mitómana y esperanzadora. También es bonita. Pero es difícil encontrarla certera atendiendo a la historia de la arquitectura donde queda probado que las casas, sobre todo las viviendas modernas, tienen más que ver con el deseo que con la realidad.
Piensen en su favorita. La que quieran, la que más les guste y pregúntense cuánto tiempo tardó en construirse. Cuántos años de anhelos la precedieron, cuántos problemas causó antes, durante y después de existir y, finalmente, cuánto tiempo pudo ser disfrutada por los privilegiados que tuvieron el dinero para encargarla y la sensibilidad para saber hacer el encargo.
Es difícil que una casa pase de generación en generación por cuestiones de herencia. Si a eso añadimos la plaga de incendios, muertes repentinas, guerras, embargos o revoluciones (no es una broma), han sido contadas las viviendas modélicas modernas que se han podido disfrutar más de dos décadas. Poco tiempo para tanto esfuerzo.
El ingeniero belga Adolphe Stoclet tuvo suerte. 38 años vivió en su palacio (creo que es, junto al falso palacete de Pedralbes la única casa moderna que antepone la palabra palacio a su nombre). Se pasó casi cuatro décadas comiendo bajo los frescos de Gustav Klimt. La casa quedó después en manos de su nuera Annie, que… ay, tuvo cuatro hijos.
En Brno, los dueños de la Villa Tugendhat de Mies van der Rohe corrieron peor suerte. Fritz Tugendhat apenas la habitó durante ocho años.
Tampoco Frantisek Müller pudo disfrutar más de 18 años la Casa que Adolf Loos le construyó en Praga. Lo hizo hasta que la llegada del comunismo acabó con la propiedad privada.
La nefróloga Edith Farnsworth tocó el violín y se dedicó a traducir poesía (para eso dijo que quería la casa) durante dos décadas hasta que, cansada de las inundaciones y las goteras, se la vendió a Lord Peter Palumbo, un señor que colecciona casas icónicas.
Convertirse en casa icónica podría parecer el mejor destino para el sueño doméstico de algunos individuos. Es cierto que cuando visitas esos lugares viajas también en el tiempo. Pero el viaje tiene más de nostalgia que de esperanza. El destino es más lo irrepetible que lo posible. Por eso, antes de hacer es importante preguntarse qué se espera de ella. También si la vivienda va a ser capaz de cambiar, como cambia nuestra propia vida. Lo que uno puede pagar (y podrá seguir pagando) suele ser un criterio bastante fiable a la hora de tomar decisiones. Lo que uno puede limpiar (o mantener limpio) solo es un dato más pragmático que tampoco conviene descartar. Y es que las crisis económicas –personales y globales- son otro de los motivos que interrumpen en sueño de habitar la casa soñada.
Puede que por eso, sean tantos los arquitectos que no llegan a tener casa propia alegando que la casa de un arquitecto es siempre una casa soñada. Puede que por eso Le Corbusier solo se hiciera una cabaña de 16 metros en la que, no por casualidad, vivía cuando murió.
Si el mejor destino que le espera a una casa única es el de convertirse en museo, ¿es eso a lo que debe aspirar el esfuerzo arquitectónico, a que una casa sea un retrato en piedra?