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MIRADOR
Columna
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En realidad, pensar en Robert Mitchum ayuda a mantener una cierta dignidad en cualquier situación

David Trueba

Cuando llegan las competiciones artísticas y tantos actores son premiados por sus personajes, confundiendo realidad y ficción en sus discursos de agradecimiento, siempre pienso en Robert Mitchum. En realidad, pensar en Robert Mitchum ayuda a mantener una cierta dignidad en cualquier situación. Pero pensemos en Robert Mitchum. Nunca ganó el Oscar, lo cual en su caso es una distinción. Cuando le llegó la hora de sentar cátedra sobre su oficio, se permitió bromas distantes en las que reconocía que su método de interpretación era idéntico al del perrito Rin Tin Tin o que sus variantes se limitaban a mirar a la derecha, mirar a la izquierda o mirar al frente. El año que viene se cumplen cien años de su nacimiento y quizá no haya festejos ni homenajes cívicos porque fumaba, interpretaba malvados y además fue borracho y drogadicto con lo que borrar todo eso del cartel va a costar demasiado en retoques digitales.

En la polémica sobre la ausencia de actores negros en las candidaturas, alguien oculta la verdad. Lo que hay es ausencia de actores que escapen del patrón, que se distingan ya en la elección de sus películas, sin ponerse al servicio de alguna película biográfica o de supervivencia extrema o uno de esos esfuerzos de mutación que tanto gustan. Actores que peleen por el premio de no ganar jamás el Oscar. Porque no es el color de la piel sino la raza de actor lo que está marginado. Es muy divertido que Silvester Stallone esté nominado a actor secundario, porque quizá es la más sincera expresión de los valores icónicos que crea Hollywood con acierto. No puede hacer mal su papel porque Rocky Balboa es él, hasta con la parálisis facial. Y ahora que han recuperado el personaje, da igual que la trama sea primaria o la ejecución carente de toda sutileza, cuando sale Stallone uno está viendo algo que trasciende, que se expande, que ya no es ni actor ni personaje, sino icono.

A Stallone, cuando le llega la escena cumbre en Creed, que tiene lugar frente a un doctor que le da malas noticias, no le queda otra que para transmitir intensidad emocional proceder a quitarse el sombrero de ala corta y volvérselo a poner. Ahí está, depositada en el sombrero, toda la capacidad expresiva. Si le dan el Oscar, treinta años después de que Rocky derrotara a Taxi Driver y Todos los hombres del presidente en la categoría de mejor película, por favor, que lo recoja el sombrero. Sería la confirmación de la tesis de Mitchum y un paso de gigante para la expansión de la necesaria humildad profesional.

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