San Google
Me acuerdo de cuando todos empezamos a tener móvil. Fue cuando empezamos también a perdernos en los festivales, a no aparecer en el lugar acordado a la hora convenida
Estoy sentado en un pub en el Soho londinense y le pregunto al camarero si el local tiene Wifi. “No. Algún salvaje destruyó el router”, explica resignado. Le pregunto cómo se apañan sin Internet. Sonríe. “Servimos cervezas, tío, tampoco es tan grave”. Repaso mentalmente todos los nombres de conocidos que no podrían sobrevivir sin Internet. La lista es tan larga que, cuando llego a mí mismo, ya no recuerdo a ninguno de los 10 primeros.
El otro día acudí a casa de una vecina para que me prestara una funda para el portátil, ese tipo de artilugio que, justo al contrario de lo que sucede con las drogas, los coches o las parejas, jamás se compra ni se pasa, sino que siempre se pide.
La chica está montando un negocio y afirma que sin la ayuda de Google le hubiera sido imposible. Mientras me enseña los proveedores de cosas que hay en Corea del Sur o ese diseñador finlandés que le va a hacer no sé qué que se colocará no sé exactamente dónde, pienso una vez más en cómo hacíamos todo antes de Internet.
Y me voy tan atrás, que me acuerdo de cuando todos empezamos a tener teléfono móvil. Fue justo entonces cuando empezamos también a perdernos en los festivales, a no aparecer en el lugar acordado a la hora convenida en ninguna cita. Al final, Internet es como aquel tipo que te dispara al pie y luego te salva la vida amputándotelo. Y eso es un poco lo que me acaba de pasar. Me siento incluso un poco más alto de lo que soy, pues he logrado escribir todo esto si conectarme a la Red. Pero, demonios, sin Wifi, ¿cómo lo envío a la redacción?
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