El balón
La derecha española piensa que el poder le pertenece por designación divina, y todo lo que sea no detentarlo ella es una anomalía política
Después de cuatro años de gobierno del Partido Popular, que es lo que debería ser siempre, uno se había olvidado ya del ruido y la furia, de la crispación y la bronca que acompañaron a las dos legislaturas de Zapatero y a la última de Felipe González (“¡Váyase, señor González!”), pero los hemos vuelto a recuperar de golpe el mismo día en que Manuela Carmena, una jueza jubilada con aspecto de vecina del segundo, tomó posesión de la alcaldía de Madrid. Bastaron unos tuits con chistes impresentables de un concejal poco precavido (por cierto: que levante la mano el que no haya contado un chiste impresentable en su vida) y algunas novedades en la cabalgata de los Reyes Magos para que la derecha saliera en tromba a vituperar a la pobre alcaldesa, que parece que no ha tenido mucha suerte con la elección de sus concejales, si es que los eligió ella. Ahora, dos meteduras de pata consecutivas, estas ya de mayor calado político: la detención de dos titiriteros, contratados por el Ayuntamiento, bajo la acusación de hacer apología del terrorismo en su espectáculo guiñolesco y el despropósito en la renovación del callejero de la ciudad en aplicación de una ley, la de la Memoria Histórica, que el equipo municipal anterior incumplió lisa y llanamente, para que la oposición se haya vuelto a lanzar sobre la alcaldesa acusándola de todas las perversiones imaginables en una sobreactuación orquestada que nos retrotrae a tiempos pasados. Ni siquiera el que la alcaldesa haya pedido perdón por los dos errores ha servido para que los savonarolas apaguen el fuego de su indignación, que alimentan, hoy como ayer, más con el odio que con la ideología.
Y es que la derecha española piensa que el poder le pertenece por designación divina, y todo lo que sea no detentarlo ella es una anomalía política que hay que corregir cuanto antes y como sea. En eso me recuerda a aquel chico de mi pueblo, hijo de un capataz de la mina, que era el único que tenía un balón en propiedad con el que jugábamos todos los demás niños. Por supuesto, el propietario de la pelota decidía los equipos, los capitanes (él era siempre uno de los dos) y tiraba todos los penaltis (que se repetían, faltaría más, hasta que conseguía meterlos), fueran contra el equipo que fueran, imposiciones que todos aceptábamos resignados ante la perspectiva de que se enfadara y se marchara con el balón, dejándonos sin poder jugar.
A veces pienso que con la derecha española habría que hacer lo mismo: darle el balón, aunque no le pertenezca, para que así nos deje vivir en paz.
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