El secreto no está en las estrellas Michelin
La gastronomía de un país debe basarse en la alta cocina pero sobre todo la alimentación cotidiana
Una de las ficciones que mejor reflejan el papel que la alta cocina ocupa en las sociedades es El festín de Babette,un relato de Karen Blixen adaptado al cine en 1987 por Gabriel Axel. La protagonista es una mujer que huye de la represión que siguió a la Comuna de París en 1871 y que encuentra refugio en una comunidad calvinista de Escandinavia, que venera la austeridad. Varias décadas después, Babette gana la lotería, que alguien sigue jugando por ella en Francia, y decide gastar todo el dinero en ofrecer un fabuloso festín a las dos mujeres que le acogieron y a los miembros de su congregación. Los maravillosos platos que tienen ante ellos, que al principio miran con desconfianza y temor, acabarán por cambiar su visión de la vida. Uno de los asistentes a la velada, un general muy viajado, es el único que descubre el secreto que se esconde detrás del festín porque uno de los platos —codornices en sarcófago— sólo era elaborado por una persona en el mundo: la cocinera del mejor restaurante de París. Cuando sus dos anfitrionas se lamentan de que Babette se haya quedado sin nada para ofrecerles de cena, ella responde: “Nunca seré pobre, porque soy una gran artista”.
La gastronomía y la fama que alcanzan los grandes cocineros no es algo nuevo y, más allá de cualquier otra consideración, se debe reconocer que es un negocio fabuloso para un país entrar en los circuitos gastronómicos o que reciba una lluvia de estrellas Michelin. En España, concretamente, la restauración movió 38.300 millones de euros en 2014 y suma 205 estrellas, el quinto país del mundo. Pero una cosa es respetar la alta cocina y considerar artistas a sus autores, a la altura de novelistas, pintores o músicos, y otra que se transforme en una obsesión nacional y que los chefs se apoderen de la televisión y de la prensa.
Entre el apabullante festín que ofreció Babette y la dieta anterior de la comunidad calvinista, a base de arenques y gachas, tiene que existir un término medio. La gastronomía debe reflejar la capacidad de innovación de un país, forma parte de su historia; pero nunca hay que olvidar que es más importante la alimentación cotidiana (y huir de la comida rápida) que todas las estrellas del mundo. Lo que hemos comido tituló Josep Pla un ensayo sobre los platos tradicionales del Mediterráneo, en el que narraba nuestra profunda relación con las sardinas, las lentejas o el arroz a banda.
Hace unos meses, este diario publicó la historia del restaurador Julio Biosca, dueño de un local levantino, Casa Julio, que pidió a la guía Michelin que le quitase la estrella que le había concedido hace cuatro años porque le había obligado a perder sus esencias y alejado de sus clientes de siempre. El reconocimiento de la guía había convertido el restaurante en algo muy diferente de lo que siempre habían querido ser: un lugar que uniese a la gente con la tierra, sencillo y acogedor. En otras palabras, haberse puesto de moda había acabado con los principios de su cocina. Esperemos que sólo sea una anécdota y no una categoría porque ya lo dijo Pla: somos lo que hemos comido.
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