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Tribuna
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El desdeñado valor de la estabilidad

El equilibrio querido por los constituyentes resulta central en nuestro modelo. Sobre esa base hay que introducir todas las reformas pendientes, buscar el superior interés de nuestro país y dejar fuera personalismos y cálculos electorales

EDUARDO ESTRADA

La mutación de la política española tras el 20-D es sorprendente, crítica y enervante. Sorprendente, porque casi nadie preveía una situación como la actual. Una distribución de escaños tan repartida y alejada de la mayoría absoluta nos sitúa ante un dibujo de Cortes sin precedentes en nuestro país —no así en otros, por cierto— y de endiablado manejo. Muchos han oficiado el funeral del bipartidismo, pero me temo que las noticias sobre su muerte son algo precipitadas. El 20-D no extingue el bipartidismo, sino que tan solo ha comprometido (temporalmente) la tradicional estabilidad de nuestro sistema constitucional. En efecto, el valor de la estabilidad es central en nuestro modelo, buscado deliberadamente por los constituyentes. Quizá para evitar incurrir en la inestabilidad crónica de la II República, uno de sus talones de Aquiles; quizá para mitigar, en clave conservadora, el auge de los grupos de izquierda que eclosionaron en la Transición.

Estabilidad no es inmovilismo, como sugiere un pensamiento superficial, y es interesante porque permite reducir la complejidad social y racionalizar la agenda política y la toma de decisiones. Cuestión distinta es si la reduce demasiado (estoy entre los que creen que sí, al menos después de los noventa). Para los que diseñaron nuestro sistema, la estabilidad fue una auténtica obsesión. Las decisiones políticas deberían ser tomadas con mucha libertad por pocos sujetos, que tendrían una situación —en un cierto lapso de tiempo, al menos— casi inamovible. Este ecosistema estaría compuesto por diversos elementos. El sistema electoral, por supuesto, con circunscripciones provinciales, listas cerradas y bloqueadas, fórmulas y barreras electorales y demás aditamentos que, aunque se reclame “proporcional” en el texto constitucional (salvo para el Senado), provoca un resultado que tiende a ser mayoritario. Esto lo saben bien los partidos que se presentan en todo el territorio y quedan más allá del segundo lugar: son severamente castigados. En segundo término, el sistema de partidos políticos, con su financiación fundamentalmente pública, sus privilegios en las campañas políticas y sus modos de organización centralizada. Hay partidos más democráticos que otros, pero solo en el acceso a los puestos directivos; después, todos son parecidos.

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En tercer lugar, el propio sistema parlamentario, con grupos que asfixian casi por completo la iniciativa individual de los parlamentarios individuales, y las reglas que favorecen la posición prevalente de los Gobiernos ante el Parlamento y la estabilidad de esos mismos Gobiernos. Ahí está la moción de censura constructiva, bien rara en el panorama comparado, que la hace prácticamente intransitable porque los grupos de la oposición seguramente podrían ponerse de acuerdo para derrocar al presidente del Gobierno que esté, pero es casi imposible que logren concordar el nombre de uno alternativo entre ellos. Y, por último, para redondear el círculo de la estabilidad, está el horror de nuestro sistema constitucional por los instrumentos de participación ciudadana: iniciativa legislativa popular y, sobre todo, referendos.

Si a eso se suma un sistema más bien opaco y con unos mecanismos de reforma casi imposibles, tendremos hecha la composición de lugar. Resultado: las decisiones de gobierno las toman los mismos que dirigen los partidos, en riguroso turno. Imperturbable bipartidismo imperfecto, peculiar en el panorama comparado, manifiestamente mejorable, pero razonable hasta ahora en sus resultados. Tras el 20-D, sin embargo, es la primera vez que los españoles nos vamos a la cama la noche electoral sin tener la más remota idea de quién gobernará los próximos años… y cuándo. Sorprendidos y desazonados por la inestabilidad.

El imperturbable bipartidismo imperfecto es manifiestamente mejorable

Pero el bipartidismo, mientras no se modifique tal ecosistema, seguirá gozando de una mala salud de hierro. Las elecciones del 20-D no son de época, sino episódicas. Ya hubo cuatro fuerzas en otro momento: UCD (o CDS), PSOE, PP e IU. Ahora, muchos votantes del PP, hartos de los propios, han votado a Ciudadanos. Muchos votantes de IU y PSOE, hartos de los suyos, han votado a Podemos. El sistema no da para terceros y cuartos de modo permanente, así que a medio plazo se acabarán recomponiendo las fuerzas en torno a dos, las tradicionales o nuevas. Basta ver los desafíos de los emergentes: Ciudadanos, que, si no llega a gobernar en ningún sitio, tendrá difícil encontrar su papel, relegado por ahora a apoyar a otros; y Podemos, que solo subsistirá en el futuro si logra superar al PSOE. En caso contrario, heredará la posición tradicional de IU.

Elecciones críticas. Las democracias contemporáneas han cambiado de enemigos. Los actuales son el populismo radical, el independentismo y el fundamentalismo islamista. En España, a diferencia de Europa, el populismo es de izquierdas, no de derechas, y, además, está próximo al independentismo. A esto se une la salida de la crisis económica, que se vería truncada con políticas alegres de gasto público. El populismo (que no es la izquierda tradicional, sino otra cosa bien distinta) no cuenta con líderes sólidos y se nutre de ideas muy viejas y siempre fracasadas en todos los tiempos y lugares, pero se presenta ahora por jóvenes sin experiencia y gran desparpajo, fabricados en espectáculos televisivos y en las redes sociales. Y son, además, decisivos en relación con la espinosa cuestión territorial española (que no es solo la catalana, por cierto). Un bebé jugando con el revólver de su padre. Hay que recordar la vieja cuestión suscitada por Platón: ¿pueden los violadores de la ley ser los guardianes de la República? No obstante, aunque esos líderes sean cuestionables, su enorme electorado sí que es respetable: en su cabreo, en su dolor. Los partidos tradicionales no han sabido leer sus necesidades y aspiraciones.

La repetición de las elecciones puede mantener el actual bloqueo político

En fin, el resultado electoral es enervante, en los dos sentidos antitéticos de la palabra, porque debilita y excita: por un lado, fragiliza la estabilidad y, por otro, pone de los nervios a muchos e ilusiona a los recién llegados a partes iguales. La repetición de elecciones, aunque refuerce, por el voto útil, el bipartidismo (de los emergentes o de los otros, los sumergidos por tanta marea) puede mantener el bloqueo. A mi juicio, habría que recuperar la estabilidad por un pacto entre PP, PSOE y Ciudadanos precisamente para introducir todas las reformas de calado pendientes: constitucionales, económicas, territoriales, institucionales y de cualquier tipo, asegurando, más allá de personalismos fuera de lugar y de cálculos electorales, el superior interés de nuestro país. La suma de PP, PSOE y Ciudadanos supone la auténtica mayoría social: 253 escaños de 350. Es la Constitución material. Será la hora de los patriotas… o la de aquellos que solo piensan en el interés personal y de su tribu.

Fernando Rey Martínez es catedrático de Derecho Constitucional y consejero de Educación de la Junta de Castilla y León.

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