Dos monjas hablan de Le Corbusier
Además de diseñar para la gloria, los mejores arquitectos siempre diseñan para las personas. En eso radica su grandeza, en que en sus edificios la arquitectura entra por los cinco sentidos. Ni se desvanece como un espejismo ni adquiere la terrenalidad que todo lo rebaja. Visitar la mejor arquitectura eleva el espíritu.
Algo así les sucedió a dos monjas, sor Telchilde Hinckley y sor Lucia Kuppens, cuando, acompañadas por los escritores John Berger y John Christie peregrinaron hasta la Capilla que Le Corbusier levantó en Ronchamp (en la región francesa de Franco Condado). Un librito, “Cuatro horizontes” (Gustavo Gili. Traducción de Pilar Vázquez), recoge los diálogos que tuvieron lugar durante esa visita. En pocos lugares del mundo el peregrinaje arquitectónico va tan de la mano del peregrinaje espiritual. Por eso, en el último día del año que celebra medio siglo de su ausencia, o medio siglo de su legado, este blog quiere hablar del gran maestro de arquitectos del siglo XX por boca de esas dos mujeres no arquitectas.
A Le Corbusier le costó aceptar el encargo del padre Marie-Alain Couturier, un cura formado como artista y especializado en vidrieras que recurrió a Henri Matisse o a Georges Rouault para reconstruir algunas de ellas. Couturier estaba empeñado en recuperar con un lenguaje nuevo los templos destrozados tras la II Guerra Mundial. “Para que renazca el arte sacro, lo ideal sería tener genios que fueran también santos. Pero es más sabio buscar genios sin fe que creyentes sin talento”, anotó el párroco.
“No hay carretera hasta la cima. Tendré que arreglármelas con arena y cemento; probablemente las piedras de la demolición, resquebrajadas y calcinadas, se podrán utilizar como relleno, pero no soportarán carga”, escribe en su diario Le Corbusier cuando finalmente acepta porque el padre le da carta blanca para trabajar.
El arquitecto más brillante del siglo XX, y sin duda uno de los más egocéntricos, está a punto de transformar toda esa libertad en responsabilidad. Corre el año 1950, un lustro después culminará uno de sus edificios más sencillos, austeros y radicales. El padre Couturier morirá de miastenia –una enfermedad neuromuscular- un año antes de que se termine la capilla. “Le Corbusier debía de apreciarlo mucho pues cuando enfermó pagó, sin que él lo supiera, las visitas a ciertos médicos”, escribe John Christie, el editor del libro.
Ocho personas levantaron ese edificio. El capataz italiano Bona estaba al frente de siete albañiles: un padre y sus dos hijos y cuatro hombres más. Es Christie quien se pregunta cuándo esa cuadrilla que construyó la capilla empezó a darse cuenta de la belleza que estaba construyendo. Cuándo tuvieron la impresión de estar a la vez en un edificio moderno y antiguo.
Eso es lo primero que llama la atención de las monjas los dos días de otoño de 2009 en que visitan la capilla. Renzo Piano todavía no había construido su centro de información, enterrado en la colina. Y al verla, Sor Lucia opina que es más ligera que en las fotos “casi parece que pudiera volar”. Reflexiona sobre la innegable espiritualidad del lugar “y sin embargo no es más que espacio. No hay nada que te indique con obviedad que se trata de un lugar sagrado. Si tuviera que rezar de verdad por algo, vendría aquí”.
El tema de lo sagrado ya había dado que pensar a Le Corbusier: “Hay cosas que son sagradas y cosas que no lo son, independientemente de que sean religiosas”, anotó.
La otra monja, Sor Telchilde, se explica la espiritualidad del lugar a partir de una reconciliación de opuestos: “Hay oscuridad y luz, el edificio es inamovible y dinámico al mismo tiempo”. Y John Berger cree que es lo que rechaza el lugar -“la riqueza, la exageración”- lo que da fuerza al espacio.
El edificio rechaza también el ángulo recto. Y Berger lee en esa elección la negativa a hacer juicios de valor rígidos. Eso le hace pensar a sor Lucia en la esperanza, “cuando uno es perdonado o siente que es aceptado pese a no merecerlo, o que uno puede dejar atrás lo que quiera que lleve dentro y avanzar, de alguna manera esa experiencia implica un perdón”. Y ese perdón es esperanza.
Por último, abordando la desnudez, Berger se acerca a la verdad arquitectónica. Y la cuestiona. Preguntado sobre una supuesta ética de los materiales, afirma: “Parece una cosa y no lo es: es un muro cubierto con malla metálica y revestido con una capa de cemento proyectado como un decorado”, Berger contesta que esa simulación, que a algunos puristas les parece tan perturbadora, puede que sea justamente lo que permite la dualidad profundamente conmovedora del edificio, claro y oscuro, estable y escurridizo, moderno y eterno.
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