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MIRADOR
Columna
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La familia

Puede ser divertido ver cómo nos comportamos como nuestros antepasados simios, sólo que bien vestidos y con una copa de cava en la mano

Julio Llamazares

Esta noche, como todas las Nochebuenas desde hace siglos, las familias españolas se reunirán en torno a una mesa para celebrar una tradición que, aunque cada vez ha perdido más su sentido religioso original, da igual cristiano que solsticial, resiste al tiempo y a sus avatares. Le ocurre igual a esa institución social, la familia, que la instituyó y mantiene incluso por encima de sus transformaciones.

¿Qué es lo que tiene esa institución que, aún denostada y vilipendiada por muchas personas (“El diluvio fue un fracaso: quedó una familia viva”, escribió el dramaturgo francés del siglo XVIII Henry Becque), especialmente en estos días en los que todo parece girar en torno a ella, para que sobreviva a todos los cambios, incluidos los que afectan a su misma estructura e identidad? Una familia de hace 100 años, incluso de 50 o de 25, nada tiene que ver con una de hoy, como la sociedad tampoco tiene mucho que ver, y, sin embargo, las fiestas navideñas las igualan convirtiéndolas en una copia mala unas de otras y haciendo que su recuerdo se confunda en nuestra memoria a la hora de los brindis y el turrón. Algo a lo que contribuye —hay que decirlo todo— la programación de una televisión que permanece encendida en los salones de muchas casas como es costumbre el resto del año mientras las familias cenan y en la que se repiten los mismos rostros desde hace lustros, que han ido envejeciendo a la par que los miembros de aquéllas.

Este año, por fortuna, la vecindad de las elecciones y la dificultad de los posibles pactos entre los partidos para formar un Gobierno estable en España animará las conversaciones de las familias, reducidas normalmente al repaso de los hechos que les han afectado al país y a ellas (esto lo hace también la televisión) y, a la hora de los brindis, a la rememoración de las mismas anécdotas de siempre, que suele desembocar en melancolía y hastío, aunque ello tenga también sus riesgos. Sabido es que en las celebraciones navideñas aumentan los conflictos familiares del mismo modo que en las vacaciones de verano se disparan los divorcios (nada hay más peligroso que poner a una pareja frente a frente todo un mes o a unos cuñados a compartir mantel tres días seguidos), con lo que si a las inevitables tensiones y desencuentros de las familias le añadimos el combustible político tendremos garantizada la combustión. Aunque tampoco hay que dramatizar por ello. Si aceptamos que la familia es una institución tribal, que lo es, podremos hasta divertirnos viendo cómo nos comportamos como nuestros antepasados simios, sólo que bien vestidos y con una copa de cava en la mano.

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