Una campaña más
Pese a la irrupción de nuevas fuerzas, solo se han agudizado viejos defectos
Ha terminado una campaña que se anunciaba apasionante y cuyo interés, a la hora de la verdad, se ha reducido a los destellos proporcionados por los debates entre candidatos a La Moncloa. Desde el principio predominaron los planteamientos poco arriesgados, impropios de fuerzas que aspiran a ganar unas elecciones generales. Los partidos tradicionales han tratado de no perder terreno y los emergentes, sin herencia que defender, han creado una dinámica contra las opciones de siempre que no se ha visto acompañada de verdaderas muestras de nueva política.
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La prueba de la aversión al riesgo es que a los principales candidatos les ha interesado banalizar la campaña. La mayor audacia que se han permitido ha consistido en prestarse a participar en espectáculos televisivos de entretenimiento, bien sea para humanizar al político distante (caso de Mariano Rajoy), bien para desdiabolizar su imagen (Pablo Iglesias) o para llegar a públicos amplios que no les conocían lo suficiente (Pedro Sánchez, Albert Rivera).
Ninguno de los operadores políticos ha tirado a fondo de propuestas o programas. Los emergentes (Ciudadanos y Podemos) son los que más han jugado la carta de los cambios de política económica y social, en direcciones divergentes, a lo que Iglesias ha añadido la oferta de un referéndum en Cataluña. El PP se ha centrado casi exclusivamente en transmitir una imagen de proximidad de Mariano Rajoy a la gente, y de ahí sus constantes paseos por calles, plazas o mercados populares, uno de ellos roto por la alevosa agresión —completamente aislada— sufrida en una calle pontevedresa.
Así las cosas, solo la pugnacidad mostrada por Sánchez en su cara a cara con Rajoy ha provocado la inflexión de una campaña que discurría con excesiva contención. En ese debate se planteó, entre otras cuestiones, la responsabilidad por la corrupción, lo cual es tanto como decir la limpieza en la competición política. Otros temas serios —el conflicto planteado por el independentismo catalán, la reforma constitucional, el papel de España en el mundo, el futuro de las pensiones— han emergido de forma desproporcionadamente discreta respecto a la trascendencia que se les daba previamente.
El elemento clave para entender estos planteamientos es la consolidación de un personalismo muy fuerte en los partidos. No es una novedad que los líderes jueguen papeles esenciales en las elecciones, pero no hasta el grado alcanzado en esta campaña, donde todo ha girado en torno a cuatro personas. Apenas se conoce con qué equipo cuenta cada candidato, en quiénes piensa como responsables de las principales áreas de gobierno o cuáles son sus verdaderas prioridades. Y esto no ocurre solo con las marcas políticas debilitadas por el peso del pasado, sino que el fenómeno se reproduce en las nuevas opciones.
Los resultados de la personalización extrema son gratificantes para el beneficiario al que sonríe el triunfo; pero estas operaciones también pueden verse sancionadas por la derrota. Faltan pocas horas para medir hasta qué punto los partidos han acertado.
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