Efecto hada
Oímos tantas historias en el metro… pero sabemos que no miente. Sabemos que lleva razón cuando nos dice que podríamos estar en su lugar, que antes ella estaba en el nuestro

Me cansé de pasarme el invierno vestida de negro como un cuervo. La dosis de optimismo que me inyectó ganar el Premio Anagrama de Ensayo la pasada primavera me impulsó a comprarme un bonito abrigo blanco roto. Quería vestirme de sueño para recoger un galardón que colmó mis deseos más atrevidos, pero aquel día hizo demasiado calor. Se llama calentamiento global. Promesas de primavera que visto este otoño. Se llama saber esperar.
Este otoño viajo contenta en el metro de una gran ciudad, pongamos que hablo de Madrid, vestida de azul profundo (botas y maleta incluidas) para conjurar la añoranza del mar, para nunca dejar de concebirlo. Me cubro con mi radiante abrigo nuevo y advierto a mi alrededor el poder de un color que asociamos con la lucidez, la bondad y la pureza. Sonrío al recordar otra mañana otoñal, de viento y sol, el año anterior. Aquel día, mi madre me vio pasar por la calle en bicicleta a toda velocidad, con la melena rubia alborotada y mi gabardina clara volando tras de mí como una capa. Me llamó para decirme que parecía un hada. Me hizo gracia la imagen de un hada urbana cubierta con un manto albo, tratando de volar para no ser apisonada por el tráfico. Entonces me contó que a mi abuela le gustaba mucho el blanco y que tenía un abrigo en ese tono tan delicado con el que fue amortajada. Fue bonito saber que tenemos los mismos gustos.
Se abren las puertas del vagón, y entra una mujer muy delgada, vestida de negro, secándose las lágrimas. Salgo de mi ensoñación. Nos habla con voz bien modulada: era profesora interina pero perdió su trabajo, tiene dos hijos que comen cada día, ha sido desahuciada de un hogar que pagó durante años. Llora a lágrima viva. Oímos tantas historias en el metro… pero sabemos que no miente. Sabemos que lleva razón cuando nos dice que podríamos estar en su lugar, que antes ella estaba en el nuestro. El hada acongojada saca unos euros que debe y, al momento, los demás también. La miro a los ojos. Quisiera pensar que nuestras humildes monedas le hicieron saber que no está sola, que viajamos de su lado. Se va la maestra a otro vagón. Compungidos, nos preguntamos cuándo llegaremos a la estación término del sufrimiento. Escribo con tinta turquesa en el cuadernito de Las lecciones peligrosas.
Se busca varita mágica.
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