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Tribuna
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Calcular al milímetro

La opinión se ha fragmentado y las instituciones que articulaban ideologías se han debilitado sin que las sustituya una sociedad civil organizada. Las próximas elecciones son decisivas y los partidos están luchando para evitar perder en el límite

Jorge Galindo
EDUARDO ESTRADA

A menos de un mes de unas elecciones generales excepcionalmente agitadas, cuatro contrincantes toman posiciones. A nadie se le escapa que unos salen en mejor forma que otros. Pero no caben valoraciones apresuradas. Las mayorías holgadas han terminado, la competencia es eminentemente mayor, cada voto es (aún) más preciado. La actitud de los partidos va en consonancia: todos dicen salir a ganar, pero nadie se atreve a arriesgar. Se asegura al milímetro en todos los frentes: política económica, ordenación territorial, regeneración institucional y ahora también cuestiones de seguridad. Pero la falta de audacia también encierra riesgos.

El PP confía en mantener su monopolio conservador. Según los barómetros del CIS, en torno a la mitad de sus simpatizantes son personas retiradas, casi siempre mayores de 65 años, viejas clases medias. Se les unen pequeños empresarios y autónomos de edad más bien avanzada, así como un colectivo heterogéneo con posiciones ideológicas a la derecha del espectro, no cubiertas por ningún otro partido. Hay una última capa de individuos poco interesados en política, pero con interés en que las cosas vayan “bien” económicamente. Esta amalgama constituye una base sólida y coherente que alcanza el 25%, pero sin apenas expectativas de crecimiento. La irrupción de la cuestión terrorista en campaña favorece la estrategia del PP: responder con firmeza al terrorismo, pero dejando que otros (Francia, EE UU) corran con los costes. Hay también un cierto efecto de reagrupamiento en torno al líder en tiempos de inseguridad, pero es momentáneo, de dudoso alcance y duración. En cualquier caso, apostar únicamente por una plataforma conservadora es jugar en corto, negando la posibilidad de mantener entre sus filas a quienes le dieron la victoria en 2011: el voto moderado, ahora deseoso de cambio. El PP jamás ha sido un partido liberal, pero hoy lo es menos que nunca. La coalición se ha resquebrajado por el centro. Y Ciudadanos, claro está, tiene mucho que ver con ello.

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Albert Rivera lleva meses creciendo gracias a esta brecha, y ahora que parece que el flujo se agota encuentra otro yacimiento en antiguos socialistas. Este voto centrista se compone de profesionales en activo, de clase media en adelante, entre 35-50 años y con nivel educativo elevado. A ellos se unen las filas catalanas, de orígenes más variados salvo en la coincidencia lingüística y antinacionalista. La coalición que soporta a Ciudadanos es menos coherente que la del PP, con el consiguiente riesgo de perder lo atesorado con un movimiento en falso. Por ejemplo, los ataques de París han obligado a Rivera a enfrentarse al dilema entre libertad y seguridad de manera cauta y sin avanzar propuestas específicas, dejando al país a la espera de lo que otros decidan. No es casualidad. Cuando el CIS preguntó a los españoles qué coalición preferían de no darse ninguna mayoría absoluta el 20-D, un 37% de los simpatizantes de Ciudadanos apostaban apoyar al PP, pero un idéntico 35,1% se inclinaba por el PSOE. Rivera y los suyos tienen muy en cuenta esta división, que apunta a profundos desacuerdos latentes sobre políticas específicas.

El PP busca retener el voto conservador; Ciudadanos puede perder lo atesorado con un paso en falso

Esta es la fortaleza aún por explotar del contendiente aparentemente más desequilibrado. Tras vaciarse de votantes de uno y otro lado, al PSOE le queda un matrimonio de conveniencia entre obreros cualificados y otros trabajadores con contrato fijo (20% activos, 40% inactivos o retirados, según datos del CIS) y desempleados (20%), con un claro sesgo hacia los hogares de menor renta. Es “de conveniencia” porque comprende al mismo tiempo a lo más protegido y a lo más castigado durante la crisis, si se deja de lado a las clases altas. Esta desigual exposición proviene en parte de las medidas tomadas por los socialistas desde 2008, así como de un sistema de bienestar desarrollado por ellos mismos que protege a algunos trabajadores y jubilados dejando a otros a merced del mercado y de la precariedad. Hoy, con una obvia restricción presupuestaria que fuerza cualquier debate a desembocar en un “y esto cómo se paga”, Pedro Sánchez ofrece cierta impresión de indecisión porque no encuentra nada concreto y viable que ofrecer a todos ellos. Al estar sitiado por alternativas nuevas y apetecibles, cualquier paso en falso puede ganarle apoyos de un lado restándoselos de otro. También en el frente de la seguridad: todo lo que el PSOE ofrece ante la amenaza terrorista se resume en una indeterminación crónica, sugiriendo tímidamente cierta intervención militar sin atreverse a llevarla demasiado lejos. Pero lo conservador de su planteamiento impide a Sánchez aprovechar su mejor carta: hoy por hoy, parece el único candidato viable y seguro para sustituir a Rajoy. Pablo Iglesias queda demasiado lejos. Las intenciones de Rivera no son claras porque tampoco lo son las preferencias de sus votantes. Si el PSOE consiguiese acortar posiciones con el PP podría aprovecharse de esa ventaja y coordinar el voto antipopular en torno a él. Pero para ello hace falta una estrategia ambiciosa, arriesgada.

Al PSOE le hace falta una estrategia arriesgada; Podemos necesita propuestas más creíbles

Precisamente esta oportunidad es la que se abrió ante Podemos hace un año. Iglesias ha insistido siempre en apelar a Rajoy como su rival, una elección táctica para aglutinar el voto que deseaba ante todo una alternativa viable. Pero la democracia liberal funciona como trituradora de posturas maximalistas: las uniones ambiguas basadas en demandas de cambio no llegan lejos si las propuestas no se concretan. Podemos hizo un viaje de ida y vuelta al centro para quedarse con un voto joven, educado y marcadamente de izquierdas, definido por el agujero de expectativas que ha cavado la crisis en la generación de 20-34 años. Iglesias parece haber asumido su nuevo papel. Su reacción ante los atentados en Francia no deja espacio para la duda: entonar no a la guerra, crear un Consejo para la Paz y demás alternativas que difícilmente sintonizan con una mayoría envejecida, deseosa de estabilidad. La estructura demográfica e ideológica de la población española no le augura mucho más de su actual 15% si no aborda las propuestas creíbles que de momento no ha sabido completar.

Las razones de la prevalencia del regate en corto van más allá del vuelco en el sistema de partidos. La opinión se ha fragmentado. Las ideas viajan más rápido y lejos, pero también mueren antes. Las grandes instituciones que permitían unir a clases enteras bajo un mismo objetivo (partido, iglesia, sindicato, periódico) se han debilitado sin que haya tomado el relevo una sociedad civil organizada. En algún momento deberíamos preguntarnos si esta es la clase de política que queremos. Pero de aquí al 20-D no parece haber elección, y no queda más remedio que echar cuentas con decimales en los márgenes de difusos programas electorales para evitar perder en el límite.

Jorge Galindo es investigador del Departamento de Sociología de la Universidad de Ginebra y editor de Politikon.

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Sobre la firma

Jorge Galindo
Es analista colaborador en EL PAÍS, doctor en sociología por la Universidad de Ginebra con un doble master en Políticas Públicas por la Central European University y la Erasmus University de Rotterdam. Es coautor de los libros ‘El muro invisible’ (2017) y ‘La urna rota’ (2014), y forma parte de EsadeEcPol (Esade Center for Economic Policy).

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